miércoles, 1 de abril de 2020

Los primeros acercamientos al libro... (palabras de la autora: Graciela Cabal)



Voy a hablar de los encuentros iniciales entre el chico y el libro, encuentros determinantes en la formación de un futuro lector.

No me referiré a las rimas, nanas, juegos cantados. Tampoco a los libros de imágenes. Mi propósito, aquí, es hablar del libro como conjunto de palabras. Y del particular momento en que el chico intuye, no sé de qué oscura manera, que esa historia que sale de la boca de un adulto tiene que ver con esas marquitas oscuras que están dibujadas en el libro.

El chico descubre que el libro habla, que el libro puede contar cuentos. Y que si el libro se cierra, los cuentos quedan adentro del libro.

Acerca de esto tengo experiencias muy cercanas y muy lejanas.
Empezaré por las muy lejanas, por esas cosas de la memoria retrospectiva, típica de las personas de edad provecta y signo inequívoco, parece, del comienzo de la demencia senil. La memoria retrospectiva, les explico, es aquella que hace que te olvides del nombre de tu querido perro, el que duerme a los pies de tu cama desde hace años y, a la vez, recuerdes con todo detalle, lo que comiste aquella navidad de1947, cuando eras tan feliz. (¿Eras tan feliz?).

Sabemos que los primeros recuerdos generalmente aparecen asociados a olores, a gustos, a sensaciones visuales. En mi caso, los primeros recuerdos de libros –cuentos de hadas que me leía mi mamá–, están unidos al rojo brillante y transparente, al gusto entre ácido y dulzón, y a la especial contextura de la jalea de membrillo que yo chupaba del pan flauta mientras mi mamá me leía. El libro del que salían los cuentos no tenía dibujos –era un libro de la Biblioteca de la Nación, de tapas azules. Pero allí estaba, yo la veía, aquella nena chiquitita, navegando adentro de una cáscara de nuez, en un plato lleno de agua.

Tan fuerte, tan vivo está ese recuerdo en mí que, cuando murió mi mamá y yo entré en uno de esos pozos negros y profundos en los que una entra –aunque sea grande, aunque sea vieja, aunque tenga nietos–, cuando se le muere la madre, la primera cosa que se me ocurrió, fue buscar ese libro de tapas azules manchado con jalea de membrillo, en el que pude recuperar lo que creía perdido para siempre: la voz de mi mamá contándome la historia de esa nena tan chiquitita, que podía navegar adentro de una cáscara de nuez.

Los cuentos que me leía mi abuelo están unidos, en el recuerdo, al olor a remedio, a viejo, a papeles amontonados, a cascarita de naranja y peperina para el mate, que era el olor a mi abuelo (un olor que a veces creo sentir hoy en ciertos rincones de mi propia casa). Mi abuelo me subía a su cama alta, de caños de bronce en los que guardaba los rollitos de dinero para protegerlo de los posibles ladrones, y me leía.

Pero no me leía El patito coletón, que para desdicha de la niñez argentina todavía no existía, ni tampoco La familia Conejola, de Constancio C.Vigil, que sí existía. Mi abuelo me leía Don Quijote de la Mancha, Las mil y una noches, Poquita cosa, en sus versiones originales (téngase en cuenta que yo tendría tres, a lo sumo cuatro años). ¡Cómo disfrutaba mi abuelo! ¡Y cómo disfrutaba yo de verlo disfrutar a él!

¿Qué me quedó de esas lecturas? Muchísimas cosas. Entre ellas la sensación de que mi abuelo me quería tanto como para compartir conmigo esos juguetes maravillosos que eran sus libros. Y el firme propósito de que yo, cuando fuera grande y supiera hacer hablar a los libros, buscaría esos mismos, que tan feliz lo hacían a mi abuelo. (Y fue lo que hice).

Cuando me llegó el turno de ser madre, la ansiedad me perdió. Debo confesar que yo fui una madre obsesiva en cuanto a los libros y la lectura. De movida nomás: apenas me enteré de que estaba embarazada, lo primero que hice fue salir a la calle y comprarle al futuro bebé... las obras completas de Oscar Wilde. Sí, señor... Y mis miedos de primeriza no estaban referidos a si el nene me saldría sanito y con sus cinco dedos (no con seis ni con cuatro). Lo que yo temía es que me saliera un nene no lector.

Como suele ocurrir, la peor parte se la llevó mi hijo. Ni un solo día de su infancia se libró del cuento. “Hoy, no, mamá, te lo pido por lo que más quieras”, imploraba con los ojos llenos de lágrimas la infeliz criatura. Y yo, dale, que “mirá qué lindo cuento que te compré, uno que a mí me encantaba cuando era chica”.

¿Saben qué cosa llegué a decirle? “Ya me lo vas a agradecer cuando seas grande”. Y no le dije: “Alguna vez no voy a estar para contarte cuentos y va a ser tarde y te vas a arrepentir”, porque ya había cursado Sicología de la Niñez I y II, pero lo que es ganas no me faltaron.

Con las mellizas, que llegaron poco tiempo después, la cosa fue mejor. No porque yo hubiera cambiado mi forma de pensar o atenuado mi ansiedad: resultó que me encontraron exhausta. Y eran ellas las que venían a traerme libros, para que les leyera en la cama. Y yo quería leerles, pero era sentarme y quedarme dormida. ¡Hasta parada y leyendo llegué a quedarme dormida! Entonces ellas, angelitos de Dios, agarraban el libro y me contaban las figuritas. (Cada tanto se detenían para abrirme los ojos introduciéndome sus deditos con sus uñitas –nunca me alcanzaba el tiempo para cortarle bien las uñitas–, tratando de saber si yo estaba dormida o era nada más que me había muerto).

Pese a todo, y quién sabe por qué mecanismos, después de una turbulenta adolescencia de pocos libros, los tres me salieron lectores. No lectores adictos como yo. Pero eso quizá se deba a que ellos fueron tres, tuvieron perro, gato, televisión, vacaciones, lindas navidades y cosas así. Y yo fui hija única, no tuve perro, ni gato, ni televisión y usé los libros, muchas veces, como tablas de salvación.

Y ahora pasaré a un tema que me apasiona, y, espero, los apasionará a ustedes: mis nietos.

Nahuel, por ejemplo, y no porque sea nieto mío, es una criatura asombrosa, que se devora los libros. Li-te-ral-men-te se los devora.

Cierto es que no sólo se devora los libros: él se devora –o por lo menos lo intenta: aunque es tan adelantado para su edad, tiene un solo diente, abajo, en el medio, rarísimo, que no acaba de salirle–, digo que él se devora todo objeto que logra atrapar: los broches de la ropa, los ruleros y hasta la cola de nuestro gato –que es un gato muy sufrido–, si bien tiene una marcada predilección por las tetas de la mamá. En cuanto a libros propiamente dichos, Nahuel ya se devoró media tapa de Tomasito (bien ablandada por el agua, ya que su lugar preferido de lectura es el catre del baño), y todos los lomos de Los morochitos. (Cuando la otra abuela sugirió si no sería más higiénico un pedazo de bola de lomo envuelto en un trapito limpio, a la usanza antigua, que de paso cañazo lo alimenta, o tan siquiera un buen mordillo, de esos que se compran en la farmacia, mi hija y yo la miramos con lástima: “¡Mire si va a comparar, señora! ¿O no ve que la criatura está leyendo?”).

Pasando a Camila–la nieta cocorita y camorrera protagonista de varios de mis relatos– ya es, a los cuatro, una avezada lectora, capaz de aconsejarle a Graciela Montes que había una vez una casa debería titularse Había una vez un pollito; que aprendió a decir malas palabras con las pulguitas boca sucias de Roldán (porque lo que es en casa no aprendió): que jamás se va a dormir sin por lo menos cinco libros(entre los cuales nunca falta Babar ni El ratón feroz ni Lucas en el jardín); y que, siguiendo las expresas y muy precisas instrucciones de Ema Wolf, diariamente se aplica con esmero a enseñarle a tejer al gato.

Tengo una anécdota. Hace un tiempo –Camila tenía por ese entonces dos años y medio– un día en que yo estaba contándole Hansel y Gretel sin cambiar una sola palabra (ni siquiera una entonación) porque si no se enoja y yo tengo que volver a contarlo desde e l principio, algo sucedió en su cabeza, porque mi nieta, que siempre me miraba la cara cuando yo le leía, empezó a meterse los dedos en la boca y después a pasarlos dedos por las letras de la página. A mí se me estrujó el corazón: Camila, acababa de descubrir que el libro hablaba, y que hablaba por mi boca. ¿Acaso en ese momento Camila también intuyó que si el libro hablaba por mi boca podría hablar por boca de ella?

Creo que sí. Porque no había pasado una semana cuando sucedió lo siguiente: Camila me trae un libro para que le lea, yo intento leerlo sin anteojos (los había perdido) y no veo. “No puedo leer sin anteojos”, le digo. (Mirada de azoramiento de Camila que me toca los ojos y después toca las palabras con cara de no entender). Entonces yo me pongo a buscar los anteojos, con ella detrás prometiéndome que su papá me iba a comprar unos. Al final los encuentro, agarro el libro, la siento a la nena en mis rodillas y me pongo a leer; “Había una vez una princesa...”. Y me doy cuenta de que, en ese momento, a Camila le importa poco la suerte de la princesa: lo que le importa, lo que mira con avidez, son mis anteojos. Y, claro, me los saca, intenta calzárselos ella y, con los anteojos puestos quiere hacer hablar al libro. Después de un rato me mira desconsolada: “Yo no puedo leer”, dice. Y desde ese día, por bastante tiempo, y pese a todas mis explicaciones que sonaban complicadas y ridículas, Camila buscó “los anteojos de leer”.

Y voy a terminar con una historia que comenzó hace 37 años. Yo tenía 17 y me iniciaba como maestra en un Primero Inferior de más de cuarenta chicos. Recién salida del Normal, mis ideas acerca de cómo enseñar a leer y a escribir eran vagas. Sin embargo, para las vacaciones de julio, cada chico se llevó a su casa un libro de cuentos de nuestra biblioteca: todos sabían ya leer. Y, lo más importante: todos querían leer.

Durante 16 años fui maestra de grado. Y así como equivoqué el camino con mis hijos, logré grandes éxitos con mis alumnos, que salieron excelentes lectores. Cada tanto encuentro a alguno, que me lo recuerda. (Cuando alguien me dice por la calle: “Señorita Graciela”, ya sé por dónde viene la cosa).

Y ahora el final de la historia...

Hace un tiempo me llaman a mi casa por teléfono: “Señorita Graciela –me dice una voz de mujer–, soy Alicia Gutiérrez ¿se acuerda de mí?"

¿Acordarme así de zopetón, de uno de los mil alumnos que pasaron por mis manos y por mi corazón? Pues sí me acordé. De su carita de seis años, del color de su pelo, de dónde se sentaba y hasta de su letra redonda me acordé.

¿Y saben qué me contó mi alumna?

Esto me contó: que ella tenía una abuela que siempre estaba triste, muy triste. ¿Abuelita, por qué estás tan triste?, le preguntaba mi alumna. Y la abuelita le contestaba que nada, que cosas de la vida. Hasta que un día, cuando mi alumna ya era una mujer, la abuela se lo confesó: “¿Sabés que yo nunca aprendí ni a leer ni a escribir?, sólo firmar sé”, y se lo dijo llorando. Y lloraba mi alumna mientras me lo contaba. Y, del otro lado del teléfono, también lloraba yo.

Y sigue la historia: entonces mi alumna le dijo a su abuela que no llorara más, que, sin que nadie se enterara, ella le iba a enseñar a leer y a escribir. Y le enseñó.

¿Y saben de qué se valió para enseñarle?

De los cuadernos de primero inferior, de lo que yo le había enseñado en esos cuadernos, hacía ya 37 años. Por eso me llamaba, para darme las gracias, decía.

¿Y qué pasó con la abuela? (esta historia tiene final feliz): que aprendió a leer y a escribir. Y que desde ese día leyó y leyó y leyó.

Pero no los diarios o las revistas para señoras o las recetas de cocina... No señor: cuentos infantiles leyó, cuentos de hadas y de brujas y de enanitos: “Los que nunca nadie me contó, los que nunca pude leer cuando era una nena”.

Tan conmovida me sentí, tan hermoso me pareció ese relato de vida...

Por eso pensé en compartirlo con ustedes, maestros.




 

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