Voy a hablar de los
encuentros iniciales entre el chico y el libro, encuentros determinantes
en la formación de un futuro lector.
No me referiré a las rimas, nanas, juegos cantados. Tampoco a los libros
de imágenes. Mi propósito, aquí, es hablar del libro como conjunto de
palabras. Y del particular momento en que el chico intuye, no sé de qué
oscura manera, que esa historia que sale de la boca de un adulto tiene
que ver con esas marquitas oscuras que están dibujadas en el libro.
El chico descubre que el libro habla, que el libro puede contar cuentos.
Y que si el libro se cierra, los cuentos quedan adentro del libro.
Acerca de esto tengo experiencias muy cercanas y muy lejanas.
Empezaré por las muy lejanas, por esas cosas de la memoria
retrospectiva, típica de las personas de edad provecta y signo
inequívoco, parece, del comienzo de la demencia senil. La memoria
retrospectiva, les explico, es aquella que hace que te olvides del
nombre de tu querido perro, el que duerme a los pies de tu cama desde
hace años y, a la vez, recuerdes con todo detalle, lo que comiste
aquella navidad de1947, cuando eras tan feliz. (¿Eras tan feliz?).
Sabemos que los primeros recuerdos generalmente aparecen asociados a
olores, a gustos, a sensaciones visuales. En mi caso, los primeros
recuerdos de libros –cuentos de hadas que me leía mi mamá–, están unidos
al rojo brillante y transparente, al gusto entre ácido y dulzón, y a la
especial contextura de la jalea de membrillo que yo chupaba del pan
flauta mientras mi mamá me leía. El libro del que salían los cuentos no
tenía dibujos –era un libro de la Biblioteca de la Nación, de tapas
azules. Pero allí estaba, yo la veía, aquella nena chiquitita, navegando
adentro de una cáscara de nuez, en un plato lleno de agua.
Tan fuerte, tan vivo está ese recuerdo en mí que, cuando murió mi mamá y
yo entré en uno de esos pozos negros y profundos en los que una entra
–aunque sea grande, aunque sea vieja, aunque tenga nietos–, cuando se le
muere la madre, la primera cosa que se me ocurrió, fue buscar ese libro
de tapas azules manchado con jalea de membrillo, en el que pude
recuperar lo que creía perdido para siempre: la voz de mi mamá
contándome la historia de esa nena tan chiquitita, que podía navegar
adentro de una cáscara de nuez.
Los cuentos que me leía mi abuelo están unidos, en el recuerdo, al olor a
remedio, a viejo, a papeles amontonados, a cascarita de naranja y
peperina para el mate, que era el olor a mi abuelo (un olor que a veces
creo sentir hoy en ciertos rincones de mi propia casa). Mi abuelo me
subía a su cama alta, de caños de bronce en los que guardaba los
rollitos de dinero para protegerlo de los posibles ladrones, y me leía.
Pero no me leía El patito coletón, que para desdicha de la niñez
argentina todavía no existía, ni tampoco La familia Conejola, de
Constancio C.Vigil, que sí existía. Mi abuelo me leía Don Quijote de la
Mancha, Las mil y una noches, Poquita cosa, en sus versiones originales
(téngase en cuenta que yo tendría tres, a lo sumo cuatro años). ¡Cómo
disfrutaba mi abuelo! ¡Y cómo disfrutaba yo de verlo disfrutar a él!
¿Qué me quedó de esas lecturas? Muchísimas cosas. Entre ellas la
sensación de que mi abuelo me quería tanto como para compartir conmigo
esos juguetes maravillosos que eran sus libros. Y el firme propósito de
que yo, cuando fuera grande y supiera hacer hablar a los libros,
buscaría esos mismos, que tan feliz lo hacían a mi abuelo. (Y fue lo que
hice).
Cuando me llegó el turno de ser madre, la ansiedad me perdió. Debo
confesar que yo fui una madre obsesiva en cuanto a los libros y la
lectura. De movida nomás: apenas me enteré de que estaba embarazada, lo
primero que hice fue salir a la calle y comprarle al futuro bebé... las
obras completas de Oscar Wilde. Sí, señor... Y mis miedos de primeriza
no estaban referidos a si el nene me saldría sanito y con sus cinco
dedos (no con seis ni con cuatro). Lo que yo temía es que me saliera un
nene no lector.
Como suele ocurrir, la peor parte se la llevó mi hijo. Ni un solo día de
su infancia se libró del cuento. “Hoy, no, mamá, te lo pido por lo que
más quieras”, imploraba con los ojos llenos de lágrimas la infeliz
criatura. Y yo, dale, que “mirá qué lindo cuento que te compré, uno que a
mí me encantaba cuando era chica”.
¿Saben qué cosa llegué a decirle? “Ya me lo vas a agradecer cuando seas
grande”. Y no le dije: “Alguna vez no voy a estar para contarte cuentos y
va a ser tarde y te vas a arrepentir”, porque ya había cursado
Sicología de la Niñez I y II, pero lo que es ganas no me faltaron.
Con las mellizas, que llegaron poco tiempo después, la cosa fue mejor.
No porque yo hubiera cambiado mi forma de pensar o atenuado mi ansiedad:
resultó que me encontraron exhausta. Y eran ellas las que venían a
traerme libros, para que les leyera en la cama. Y yo quería leerles,
pero era sentarme y quedarme dormida. ¡Hasta parada y leyendo llegué a
quedarme dormida! Entonces ellas, angelitos de Dios, agarraban el libro y
me contaban las figuritas. (Cada tanto se detenían para abrirme los
ojos introduciéndome sus deditos con sus uñitas –nunca me alcanzaba el
tiempo para cortarle bien las uñitas–, tratando de saber si yo estaba
dormida o era nada más que me había muerto).
Pese a todo, y quién sabe por qué mecanismos, después de una turbulenta
adolescencia de pocos libros, los tres me salieron lectores. No lectores
adictos como yo. Pero eso quizá se deba a que ellos fueron tres,
tuvieron perro, gato, televisión, vacaciones, lindas navidades y cosas
así. Y yo fui hija única, no tuve perro, ni gato, ni televisión y usé
los libros, muchas veces, como tablas de salvación.
Y ahora pasaré a un tema que me apasiona, y, espero, los apasionará a ustedes: mis nietos.
Nahuel, por ejemplo, y no porque sea nieto mío, es una criatura
asombrosa, que se devora los libros. Li-te-ral-men-te se los devora.
Cierto es que no sólo se devora los libros: él se devora –o por lo menos
lo intenta: aunque es tan adelantado para su edad, tiene un solo
diente, abajo, en el medio, rarísimo, que no acaba de salirle–, digo que
él se devora todo objeto que logra atrapar: los broches de la ropa, los
ruleros y hasta la cola de nuestro gato –que es un gato muy sufrido–,
si bien tiene una marcada predilección por las tetas de la mamá. En
cuanto a libros propiamente dichos, Nahuel ya se devoró media tapa de
Tomasito (bien ablandada por el agua, ya que su lugar preferido de
lectura es el catre del baño), y todos los lomos de Los morochitos.
(Cuando la otra abuela sugirió si no sería más higiénico un pedazo de
bola de lomo envuelto en un trapito limpio, a la usanza antigua, que de
paso cañazo lo alimenta, o tan siquiera un buen mordillo, de esos que se
compran en la farmacia, mi hija y yo la miramos con lástima: “¡Mire si
va a comparar, señora! ¿O no ve que la criatura está leyendo?”).
Pasando a Camila–la nieta cocorita y camorrera protagonista de varios de
mis relatos– ya es, a los cuatro, una avezada lectora, capaz de
aconsejarle a Graciela Montes que había una vez una casa debería
titularse Había una vez un pollito; que aprendió a decir malas palabras
con las pulguitas boca sucias de Roldán (porque lo que es en casa no
aprendió): que jamás se va a dormir sin por lo menos cinco libros(entre
los cuales nunca falta Babar ni El ratón feroz ni Lucas en el jardín); y
que, siguiendo las expresas y muy precisas instrucciones de Ema Wolf,
diariamente se aplica con esmero a enseñarle a tejer al gato.
Tengo una anécdota. Hace un tiempo –Camila tenía por ese entonces dos
años y medio– un día en que yo estaba contándole Hansel y Gretel sin
cambiar una sola palabra (ni siquiera una entonación) porque si no se
enoja y yo tengo que volver a contarlo desde e l principio, algo sucedió
en su cabeza, porque mi nieta, que siempre me miraba la cara cuando yo
le leía, empezó a meterse los dedos en la boca y después a pasarlos
dedos por las letras de la página. A mí se me estrujó el corazón:
Camila, acababa de descubrir que el libro hablaba, y que hablaba por mi
boca. ¿Acaso en ese momento Camila también intuyó que si el libro
hablaba por mi boca podría hablar por boca de ella?
Creo que sí. Porque no había pasado una semana cuando sucedió lo
siguiente: Camila me trae un libro para que le lea, yo intento leerlo
sin anteojos (los había perdido) y no veo. “No puedo leer sin anteojos”,
le digo. (Mirada de azoramiento de Camila que me toca los ojos y
después toca las palabras con cara de no entender). Entonces yo me pongo
a buscar los anteojos, con ella detrás prometiéndome que su papá me iba
a comprar unos. Al final los encuentro, agarro el libro, la siento a la
nena en mis rodillas y me pongo a leer; “Había una vez una
princesa...”. Y me doy cuenta de que, en ese momento, a Camila le
importa poco la suerte de la princesa: lo que le importa, lo que mira
con avidez, son mis anteojos. Y, claro, me los saca, intenta calzárselos
ella y, con los anteojos puestos quiere hacer hablar al libro. Después
de un rato me mira desconsolada: “Yo no puedo leer”, dice. Y desde ese
día, por bastante tiempo, y pese a todas mis explicaciones que sonaban
complicadas y ridículas, Camila buscó “los anteojos de leer”.
Y voy a terminar con una historia que comenzó hace 37 años. Yo tenía 17 y
me iniciaba como maestra en un Primero Inferior de más de cuarenta
chicos. Recién salida del Normal, mis ideas acerca de cómo enseñar a
leer y a escribir eran vagas. Sin embargo, para las vacaciones de julio,
cada chico se llevó a su casa un libro de cuentos de nuestra
biblioteca: todos sabían ya leer. Y, lo más importante: todos querían
leer.
Durante 16 años fui maestra de grado. Y así como equivoqué el camino con
mis hijos, logré grandes éxitos con mis alumnos, que salieron
excelentes lectores. Cada tanto encuentro a alguno, que me lo recuerda.
(Cuando alguien me dice por la calle: “Señorita Graciela”, ya sé por
dónde viene la cosa).
Y ahora el final de la historia...
Hace un tiempo me llaman a mi casa por teléfono: “Señorita Graciela –me
dice una voz de mujer–, soy Alicia Gutiérrez ¿se acuerda de mí?"
¿Acordarme así de zopetón, de uno de los mil alumnos que pasaron por mis
manos y por mi corazón? Pues sí me acordé. De su carita de seis años,
del color de su pelo, de dónde se sentaba y hasta de su letra redonda me
acordé.
¿Y saben qué me contó mi alumna?
Esto me contó: que ella tenía una abuela que siempre estaba triste, muy
triste. ¿Abuelita, por qué estás tan triste?, le preguntaba mi alumna. Y
la abuelita le contestaba que nada, que cosas de la vida. Hasta que un
día, cuando mi alumna ya era una mujer, la abuela se lo confesó: “¿Sabés
que yo nunca aprendí ni a leer ni a escribir?, sólo firmar sé”, y se
lo dijo llorando. Y lloraba mi alumna mientras me lo contaba. Y, del
otro lado del teléfono, también lloraba yo.
Y sigue la historia: entonces mi alumna le dijo a su abuela que no
llorara más, que, sin que nadie se enterara, ella le iba a enseñar a
leer y a escribir. Y le enseñó.
¿Y saben de qué se valió para enseñarle?
De los cuadernos de primero inferior, de lo que yo le había enseñado en
esos cuadernos, hacía ya 37 años. Por eso me llamaba, para darme las
gracias, decía.
¿Y qué pasó con la abuela? (esta historia tiene final feliz): que
aprendió a leer y a escribir. Y que desde ese día leyó y leyó y leyó.
Pero no los diarios o las revistas para señoras o las recetas de
cocina... No señor: cuentos infantiles leyó, cuentos de hadas y de
brujas y de enanitos: “Los que nunca nadie me contó, los que nunca pude
leer cuando era una nena”.
Tan conmovida me sentí, tan hermoso me pareció ese relato de vida...
Por eso pensé en compartirlo con ustedes, maestros.
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