¡AY! ¡QUÉ DISPARATE!
¡SE MATÓ UN TOMATE!
¿QUIEREN QUE LES CUENTE?
SE ARROJÓ EN LA FUENTE
SOBRE LA ENSALADA
RECIÉN PREPARADA.
SU VESTIDO ROJO,
TODO DESCOSIDO,
CAYÓ HACIENDO ARRUGAS
AL MAR DE LECHUGAS.
SU AMIGO ZAPALLO
CORRIÓ COMO UN RAYO
PIDIENDO DE URGENCIA
POR UNA ASISTENCIA.
VINO EL DOCTOR AJO
Y REMEDIOS TRAJO.
LLAMÓ A LA CARRERA
A SAL, LA ENFERMERA.
DESPUÉS DE SACARLO,
QUISIERON SALVARLO,
PERO NO HUBO CASO:
¡ESTABA EN PEDAZOS!
PREPARÓ EL ENTIERRO
LA AGENCIA “LOS PUERROS”.
Y FUE MUCHA GENTE...
¿QUIEREN QUE LES CUENTE?
LLEGÓ MUY DOLIENTE
PAPA, EL PRESIDENTE
DEL CLUB DE VERDURAS,
PARA DAR LECTURA
DE UN “VERSO AL TOMATE”
(OTRO DISPARATE)
MIENTRAS, DE PERFIL,
EL GRAN PEREJIL
HABLABA BAJITO
CON UN RABANITO.
TAMBIÉN EL LAUREL
(DE LUNA DE MIEL
CON DOÑA NABIZA)
REGRESÓ DE PRISA
EN SU NUEVO YATE
POR VER AL TOMATE.
ACABA LA HISTORIA:
OCHO ZANAHORIAS
Y UN ALCAUCIL VIEJO
FORMARON CORTEJO
CON DIEZ BERENJENAS
DE VERDES MELENAS
SOBRE UNA CARROZA
BORDADA DE ROSAS.
CHOCLOS MUSIQUEROS
CON NEGROS SOMBREROS
TOCARON VIOLINES,
QUENAS Y FLAUTINES,
Y DOS AJÍES SORDOS
Y ESPÁRRAGOS GORDOS,
CON NEGRAS CAMISAS,
CANTARON LA MISA.
EL DIARIO “ESPINACA”
LA NOTICIA SACA:
HOY, ¡QUÉ DISPARATE!
¡SE MATÓ UN TOMATE!
AL LEER, LA CEBOLLA
LLORABA EN SU OLLA.
UNA REMOLACHA
SE PUSO BORRACHA.
—¡ME IMPORTA UN COMINO!
DIJO DON PEPINO...
Y NO HABLÓ LA ACELGA
(ESTABA DE HUELGA).
miércoles, 23 de diciembre de 2020
CUENTO: SE MATÓ UN TOMATE de Elsa Bornemann
martes, 22 de diciembre de 2020
Cuento: Un elefante ocupa mucho espacio, por Elsa Isabel Bornemann. Ilustraciones de Ayax Barnes. Primera edición
Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento. Verano. Los domadores dormían en sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia.
El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara en la función del día siguiente.
—¿Te has vuelto loco, Víctor? —le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su jaula—. ¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo!
La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche:
—Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nuestras selvas...
—¿De qué te quejas, Víctor? —interrumpió un osito, gritando desde su encierro—. ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida?
—Tú has nacido bajo la lona del circo... —le contestó Víctor dulcemente. La esposa del criador te crió con mamadera... Solamente conoces el país de los hombres y no puedes entender, aún, la alegría de la libertad...
—¿Se puede saber para qué hacemos huelga? —gruñó la foca, coleteando nerviosa de aquí para allá.
—¡Al fin una buena pregunta! —exclamó Víctor, entusiasmado, y ahí nomás les explicó a sus compañeros que ellos eran presos... que trabajaban para que el dueño del circo se llenara los bolsillos de dinero... que eran obligados a ejecutar ridículas pruebas para divertir a la gente... que se los forzaba a imitar a los hombres... que no debían soportar más humillaciones y que patatín y que patatán. (Y que patatín fue el consejo de hacer entender a los hombres que los animales querían volver a ser libres... Y que patatán fue la orden de huelga general...).
—Bah... Pamplinas... —se burló el león—. ¿Cómo piensas comunicarte con los hombres? ¿Acaso alguno de nosotros habla su idioma?
—Sí —aseguró Víctor. El loro será nuestro intérprete —y enroscando la trompa en los barrotes de su jaula, los dobló sin dificultad y salió afuera. En seguida, abrió una tras otra las jaulas de sus compañeros.
Al rato, todos retozaban en los carromatos. ¡Hasta el león!
Los primeros rayos de sol picaban como abejas zumbadoras sobre las pieles de los animales cuando el dueño del circo se desperezó ante la ventana de su casa rodante. El calor parecía cortar el aire en infinidad de líneas anaranjadas... (los animales nunca supieron si fue por eso que el dueño del circo pidió socorro y después se desmayó, apenas pisó el césped...).
De inmediato, los domadores aparecieron en su auxilio:
—Los animales están sueltos! —gritaron a coro, antes de correr en busca de sus látigos.
—¡Pues ahora los usarán para espantarnos las moscas! —les comunicó el loro no bien los domadores los rodearon, dispuestos a encerrarlos nuevamente.
—¡Ya no vamos a trabajar en el circo! ¡Huelga general, decretada por nuestro delegado, el elefante!
—¿Qué disparate es este? ¡A las jaulas! —y los látigos silbadores ondularon amenazadoramente.
—¡Ustedes a las jaulas! —gruñeron los orangutanes. Y allí mismo se lanzaron sobre ellos y los encerraron. Pataleando furioso, el dueño del circo fue el que más resistencia opuso. Por fin, también él miraba correr el tiempo detrás de los barrotes.
La gente que esa tarde se aglomeró delante de las boleterías, las encontró cerradas por grandes carteles que anunciaban:
HUELGA GENERAL DE ANIMALES.
Entretanto, Víctor y sus compañeros trataban de adiestrar a los hombres:
—¡Caminen en cuatro patas y luego salten a través de estos aros de fuego!
—¡Mantengan el equilibrio apoyados sobre sus cabezas!
—¡No usen las manos para comer!
—¡Rebuznen! ¡Maúllen! ¡Ladren! ¡Rujan!
—¡BASTA, POR FAVOR, BASTA! —gimió el dueño del circo al concluir su
vuelta número doscientos alrededor de la carpa, caminando sobre las
manos—. ¡Nos damos por vencidos! ¿Qué quieren?
El loro carraspeó, tosió, tomó unos sorbitos de agua y pronunció entonces el discurso que le había enseñado el elefante:
—...Con que esto no, y eso tampoco, y aquello nunca más, y no es justo, y
que patatín y que patatán... porque... o nos envían de regreso a
nuestras selvas... o inauguramos el primer circo de hombres
animalizados, para diversión de todos los gatos y perros del vecindario.
He dicho.
Las cámaras de televisión transmitieron un espectáculo insólito aquel
fin de semana: en el aeropuerto, cada uno portando su correspondiente
pasaje en los dientes (o sujeto en el pico en el caso del loro), todos
los animales se ubicaron en orden frente a la puerta de embarque con
destino al África.
Claro que el dueño del circo tuvo que contratar dos aviones: En uno
viajaron los tigres, el león, los orangutanes, la foca, el osito y el
loro. El otro fue totalmente utilizado por Víctor... porque todos
sabemos que un elefante ocupa mucho, mucho espacio...
Un elefante ocupa mucho espacio, por Elsa Isabel Bornemann. Ilustraciones de Ayax Barnes. Buenos Aires, Ediciones Librerías Fausto, 1975; colección La Lechuza, N° 2.
lunes, 21 de diciembre de 2020
CUENTO: EULATO de Ricardo Mariño
Era un huevito muy extraño. No era de mosca, ni de robot, ni de avestruz. Dos lados rojos, dos lados azules, dos lados verdes: un huevito cúbico. Lo encontraron las hormigas al amanecer. Ellas van y vienen llevando comida al hormiguero. Cuando se encuentran, se dan un beso y siguen. ¡Son tantas!
El primero en verlo fue Quico Hormiga:
–¡Eh! ¡Miren esto! ¡Vengan!
En pocos minutos el huevito cúbico estuvo rodeado de curiosos: la Chinche Verde, el Avispón Mobuto, Tito Nicolás Ciempiés, los Grillos, la Araña Francisca, todo el mundo. Y, por supuesto las 300.098 hormigas. De pronto, mientras miraban al extraño huevito, este empezó a romperse en uno de los lados. En el lado verde.
–¡Uy! ¡Mamma mía! –gritó entusiasmado el Avispón Mobuto.
Después de romperse el lado verde se abrió también el lado azul y enseguida el rojo.
–¿Qué sale de ahí? –preguntó nervioso el Ciempiés mientras movía 46 de sus patas izquierdas.
–Es un pájaro de la Patagonia –opinó sin dudar un gusano–. Lo tengo visto en un manual.
–No. Es una ranita. Una ranita distinta a todas las ranitas –dijo una pulga.
–¡Pero qué va a ser una ranita! Eso es un pichón de OVNI –gritó T. N. Ciempiés, y ya estaba por iniciar su famosísimo discurso sobre “Vida en otros planetoides”, cuando lo interrumpió la señora Abeja.
–Yo no sé qué es –dijo–, pero por la cara, seguro que tiene hambre. Enseguida vuelvo.
Al ratito, la Abeja estaba de vuelta con un dedal repleto de miel. Lo acercó al bicho que había salido del huevito cúbico y este se devoró toda la miel de una sola vez. Enseguida le trajeron otro dedal y una tapita de gaseosa. Finalmente se lo escuchó decir:
–¡Oink, oink! –se tocó la panza e hizo una mueca, como satisfecho. Todos rieron.
Para la noche, entre todos le habían conseguido una casita en el gajo 14 de la planta, y un nombre difícil pero simpático: Eulato.
Al día siguiente, todo el mundo se levantó temprano para ver a Eulato. Ese día comió siete dedales de miel y tres tapitas. Era la atracción del barrio. Los grandes no hablaban de otra cosa y los chicos imitaban sus gritos.
Al tercer día comió el doble, fue necesario agregar a sus alimentos miguitas de pan. En el quinto, granos de girasol y trocitos de ciruela. Era mucho trabajo el que daba, pero lo olvidaban cuando por fin escuchaban a Eulato reír, satisfecho: “oink, oink”.
Para la semana siguiente, Eulato había crecido varios centímetros. Lulo Grillo anunció entonces que enseñaría a cantar a Eulato. Se sentó ante su atril y entonó:
–Grrrllll... –poniendo esa cara ridícula que ponen los grillos cuando cantan.
–¡Oinnnk...! –repitió Eulato, poniéndose colorado.
Después de varias horas, Lulo Grillo se marchó furioso.
Al día siguiente, enterada del fracaso del Grillo, la Araña Francisca quiso enseñar a tejer a Eulato.
Francisca iba y venía con los hilos, los subía y bajaba, los entrecruzaba y anudaba. Cuando Eulato tuvo que repetir el ejercicio, no hizo más que enredarse y cortar hilos. Francisca lo sacó del enredo y se alejó protestando.
Mientras tanto, Eulato crecía y crecía. Ahora comía semillas, tallos de hinojo, porotos. Cada día se levantaba más grande. Una madrugada se escuchó gritar y quejarse al Bichocanasto. Eulato había estornudado y la fuerza del estornudo sacudió de tal modo el gajo 14, que el Bicho Canasto cayó al suelo.
Eulato crecía y crecía.
En otra oportunidad quiso saltar de una rama a otra, jugando, y aplastó la casita de los gusanos.
En la planta de Limón estaban preocupados.
Después de un mes, Eulato había crecido tanto que a cada paso suyo el barrio se sacudía; si quería jugar, las ramas se doblaban y todo el mundo temblaba de miedo.
Hasta que un día organizaron una reunión para ver qué se hacía con Eulato.
Las opiniones coincidían en que debía irse a vivir a otro lado. Así no se podía seguir. Claro que a nadie le gustaba tener que echarlo de la planta.
De pronto, en medio de la reunión, alguien gritó:
–¡Allá! ¡Miren eso!
–¡Uhh! ¡Es igual a Eulato!
Un bicho igual a Eulato se había parado sobre el tapial vecino y desde ahí gritaba:
–Hoink... hoink... hoink... –igual a Eulato pero con “h”.
–Oink... oink –le contestaba Eulato.
Enseguida, después de agitarse y tomar carrera en la rama, Eulato dio un salto y salió volando. Dio tres vueltas alrededor del bicho igual a él, y juntos se fueron volando hasta que de tan lejos, parecían dos pequeñísimas manchas del cielo.
¸¸.•*¨♥ ☆.¸¸.★.¸¸.•´¯`•
Este cuento pertenece al libro:
EULATO
Autores: Ricardo Mariño, Elena Torres (Ilustradora)
1ª ed. Buenos Aires: Colihue, 2003.
Colección: Pajarito remendado. Serie: Celeste
viernes, 18 de diciembre de 2020
CUENTO: MAMARRACHOS POR CARTA de Ricardo Mariño
Durante años nadie había tenido problemas con las cartas que traía el viejo cartero don Franqueo Hapagar. “¡Postal de su prima, doña Cota! ¡Carta de la señorita de París, don Julio!” gritaba don Franqueo desde la puerta, desgañitándose. Los vecinos tomaban la correspondencia, agradecían y eran felices.
Por eso resultaba tan extraño lo que estaba ocurriendo ahora. La gente enviaba cartas bien escritas pero el destinatario recibía mamarrachos. Por ejemplo, ésta que recibió doña Paloma, la gallega:
Querida Paloma:
Escribo estas líneas para hacerte saber que me siento muy pero muy bien. En sillas, sillones y hasta en el piso. La que está más rezongona que nunca es nuestra perrita Evelia: protesta cada vez que la mandamos a Júpiter a comprar las papas. En cambio estamos muy contentos con la heladera: el vestido que le mandaste le queda una pinturita. Un queso,
O esta otra que recibió Erasmo Balanza, el de la despensa:
Mi estimado señor:
Ruégole tenga a bien enviarme diecisiete litros de leche fresquita y cincuenta docenas de ratones gordos. Sin más, saluda a Ud. muy atte.
Y el colmo fue el poema que recibió doña Rosita, la soltera:
Cada tardecita
miro tan pancho
tu rostro, bella Rosita,
de chancho.
—¡Zapallos y lentejas! Esto no puede seguir así –bramaba el verdulero–.
—¡Haga algo, don Franqueo! Estas cartas son una herida absurda –se quejaba Rosita–.
Don Franqueo no sabía qué hacer. ¿Hasta cuándo sucederían estas cosas? ¿Lo expulsarían del correo por entregar a la gente cartas mamarrachos? Preocupadísimo pensó y pensó. Hasta que decidió consultar a un detective.
FRASS KITO
Detective privado
Consulte precios
Descuento a jubilados
Don Franqueo golpeó dos veces la puerta. Desde adentro una voz inconfundible de detective dijo "pase". Don Franqueo meditó y resolvió que en este caso lo más inteligente era pasar.
—Yo vengo... —trató de decir, nervioso.
—Usted viene por el problema de las cartas. Se llama Hapagar, Franqueo, tiene 61 años y dos meses y es el cartero del barrio. Pero usted es inocente —dijo astutamente Frass Kito.
Don Franqueo lo miró maravillado. El detective siguió hablando:
—El pillo está oculto en el lugar más insospechado —y señalando a don Franqueo con el dedo, le ordenó:— VAYA A COMPRAR CUATRO SOBRES DE CARTA Y TRES BANANAS Y ESPEREME JUNTO AL BUZON DE LA ESQUINA...
—Sí, sí.
—No atienda el teléfono, no hable con desconocidos, no levante caramelos de la vereda. Ahora, vaya.
El plan del detective no estaba lo que se dice muy claro pero igual don Franqueo obedeció. A los diez minutos estaba junto al buzón sospechoso con las tres bananas y los cuatro sobres.
Al ratito llegó Frass Kito. Tenía las manos en los bolsillos de su impermeable blanco, las llaves maestras colgando del cinturón, la pipa humeante. En fin, todo lo que mandan por correo en el curso de detective.
—¿Trajo lo que le pedí, no? —preguntó—. Ahora, con cuidado, introduzca en el buzón una carta y una banana...
—¡Vamos hombre! No sea miedoso.
Don Franqueo obedeció, temblando. Tiró suavemente la carta y a continuación, la banana. El barrio, de todas maneras, mantenía su aspecto habitual: doña Paloma barría y el verdulero acomodaba las manzanas feas debajo de las lindas.
A los cinco minutos Frass le dijo a don Franqueo que metiera en el buzón la segunda carta y la segunda banana.
Todo seguía normal.
—Ahora la tercera banana y el tercer sobre. Cinco minutos más tarde Frass Kito dijo:
—Y ahora viene lo difícil. Introduzca el último sobre —lo miró a los ojos y agregó:— Sin banana.
Transcurrieron unos segundos. Después hubo un ruido en el buzón y se escuchó una voz gangosa:
"¿Y la banana? Falta la banana".
Con presteza Frass Kitoabrió las puertas del buzón con sus llaves maestras, al tiempo que repetía:
—¡Ya te tengo, ya te tengo!
Rato después, con todo el barrio alrededor del buzón sospechoso (ese nombre le iba a quedar para siempre), el detective aclaró todo, como en las películas.
—Se trata de Kiko, el mono que escribe. Hace un año se escapó del Circo Fantástico de Minessota. Desde entonces se lo anda buscando.
Después agarró al mono de la mano y le dijo:
—Vamos Kiko, la función debe continuar.
jueves, 17 de diciembre de 2020
CUENTO: LOS PÉREZ FESTEJAN de Ricardo Mariño
Todo empezó en diciembre, cuando al abuelo José de Buenos Aires, se le ocurrió invitar a familiares que hacía mucho que no veía. Para eso puso un aviso en el diario con su dirección y este anuncio:
¡REENCUENTRO! JOSÉ PÉREZ DESEA PASAR LAS FIESTAS DE FIN DE AÑO JUNTO A TODOS SUS PARIENTES.
El 31 de diciembre a la mañana el abuelo se sentó en la vereda a esperar la llegada de los invitados.
Al mediodía llegó el primer grupo de Pérez en un camión, que venían de Misiones. Enseguida aterrizó una avioneta con 5 Pérez de Jujuy.
Después alguien avisó que a la estación acababa de llegar un tren alquilado por los Pérez de Córdoba. Más tarde llegaron 3 Pérez en helicóptero de Entre Ríos, 14 en bicicleta, 166 en ómnibus de Santa Cruz, 1 Pérez ladrón en moto perseguido por 2 Pérez en un patrullero y 1 Pérez sacerdote a caballo que bautizó a un Perecito recién nacido.
Al atardecer se armó una discusión entre los Pérez con “z” y los Peres con “s”. Hubo empujones y corridas, y en medio del lío se trenzaron a pelear los Pérez con acento contra los Perez sin acento. Pero todo se olvidó cuando 10 Pérez cocineros sirvieron el gran asado.
Fue una noche maravillosa. Había Pérez cantantes, Pérez equilibristas, niños prodigio Pérez, Pérez magos y muchas atracciones Pérez.
El abuelo se divirtió mucho, aunque no tuvo tiempo para averiguar si todos eran parientes. La abuela, que primero protestó al ver tanta gente, al final se puso contenta.
—El año que viene tenemos que volver a invitar a todos los Pérez —le dijo al abuelo—. Pero también tenemos que invitar a mis parientes: los Rodríguez.
miércoles, 16 de diciembre de 2020
CUENTO: CINTHIA SCOCH Y LA MANDARINA RIDÍCULA de Ricardo Mariño
Cinthia Scoch era una chica de diez años a la que le gustaban cosas como comer mandarinas mientras paseaba. Un día salió a caminar por un sendero desconocido y en cierto momento vio que a un costado del camino había una planta de mandarinas. Arrancó una y la fue pelando mientras seguía su paseo, sin advertir que se trataba de una mandarina ridícula.
Las mandarinas ridículas tienen la inscripción “MR” grabada en cada una de las semillas, pero en general las personas no advierten ese tipo de detalles. Algunas sí lo hacen, pero es común que crean que la sigla “MR” es por “Marca Registrada”, como aparece en muchos artículos.
Como se ha dicho, a Cinthia Scoch le gustaba comer mandarinas mientras paseaba, y aquel día salió a caminar por un sendero desconocido cuando de pronto vio que a orillas del camino había una planta de mandarinas. Muchos lectores recordarán que la fue pelando mientras seguía, sin advertir que se trataba de una mandarina ridícula. ¡Cómo no lo van a recordar si está escrito apenas unas líneas más arriba!
Al saborear el primer gajo Cinthia Scoch pensó que era la mandarina más dulce que había probado en su vida, pero al segundo cayó en la cuenta de que algo raro estaba ocurriendo: ¡se había quedado pelada! ¿Qué había sido de sus hermosos cabellos verdes y amarillos, duros como alambre?
Aún no había encontrado una respuesta a esa pregunta cuando escuchó hablar a la mandarina:
—Por comerte mi gajo te quedaste sin cabello. Por lo tanto, tendrás una idea descabellada: comerte otro.
Dicho y hecho: Cinthia Scoch sintió irresistibles deseos de probar otro gajo de mandarina. Ni bien lo hizo le crecieron ramas en la cabeza, altísimas ramas que enseguida se llenaron de hojas verdes y pájaros que cantaban.
Cinthia trató de mirar hacia arriba pero solo alcanzó a ver las puntas de algunas ramas. La mandarina, que continuaba en su mano derecha, le dijo:
—Por comerte mi segundo gajo, tu cabeza se convirtió en una copa de árbol.
Como ahora tenés pajaritos en la cabeza, no podrás resistir la tentación de comer otro.
Dicho y hecho. Cinthia tuvo ganas de comerse otro gajo y se lo comió nomás, y ni bien lo hizo su cabeza quedó convertida en un reloj despertador desarmado.
“Qué desgracia”, se dijo Cinthia, “ahora soy un reloj despertador y, encima, desarmado”. Lo pensó un instante y decidió que lo mejor sería tratar de armarse.
Trabajó un rato y ya faltaba poco para terminar, solamente ajustar el último tornillo, cuando escuchó que la mandarina le decía:
—Por comerte mi tercer gajo te convertiste en reloj despertador desarmado. ¡Y tuviste el descaro de armarte! Pero, como te falta un tornillo, no tendrás mejor idea que comerte otro gajo.
Dicho y hecho. Cinthia Scoch, convertida en reloj despertador, abrió grande la campanilla y tragó entero un nuevo gajo. Al hacerlo, quedó convertida en una cebra.
—Por comerte mi cuarto gajo te convertiste en cebra —le dijo la mandarina, más ofendida cada vez—. Como ahora sos rayada, se te va a ocurrir comer otro…
Afortunadamente pasó por allí un campesino.
El campesino se detuvo a mirar a la cebra porque nunca había visto una. Pensó que algún gracioso le había pintado rayas a un caballo. Solo que, mientras hacía estas deducciones, distraídamente, alzó lo que quedaba de la mandarina y comió un gajo. No sabía en la que estaba metiéndose.
Ni bien el campesino comió un gajo, quedó convertido en un ganso y en cambio Cinthia Scoch volvió a ser ella misma, con sus hermosos cabellos verdes y amarillos, duros como alambres.
Entonces la mandarina le dijo al campesino:
—Por comerte mi quinto gajo te convertiste en ganso. En tu nuevo estado harás una gansada: comerte otro.
Cinthia Scoch se sentó sobre una piedra a mirar, porque le resultaba muy divertido eso que estaba viendo.
El campesino se transformó en florero, enseguida en velador, luego en viento que viene del Sur, seguidamente en lluvia de abril, después en enano de cemento…
Por suerte, como todos los lectores saben, las mandarinas –aun las ridículas– no tienen más de diez o doce gajos. De modo que, cuando el campesino terminó de comérsela, volvió a ser el mismo campesino que era antes de que se le ocurriera la ridícula idea de alzar esa mandarina.
Cinthia Scoch continuó su paseo mientras pensaba en lo terrible que resultaría comer uvas ridículas, un enorme racimo de uvas ridículas. ¿Y una gran sandía ridícula? ¡Dios!
Ricardo Mariño
Ilustraciones de Pablo Zerda
© 1987, Ricardo Mariño
© 2010, 2014, Ediciones Santillana S.A.
Reseña
Si les parece ridículo un piojo viajando al espacio en una tapa de gaseosa o que a una chica, llamada Cinthia Scoch, le salgan ramas en la cabeza cuando come una mandarina, ni se imaginan a los otros personajes que protagonizan estos cuentos bien titulados "ridículos". ¿De qué otra manera se puede llamar a tanto disparate?
martes, 15 de diciembre de 2020
CUENTO: EL SEÑOR PERUCHIO TIENE CALOR de Ricardo Mariño
Como todas las tardes, el señor Peruchio estaba tomando mates en la
vereda, mientras miraba los autos que pasaban por la General Paz. En
cierto momento sintió calor y se quitó una campera marrón, de corderoy,
que le habían regalado para su cumpleaños.
Siguió sintiendo calor después de haberse sacado la campera y tuvo
entonces que quitarse un pulóver azul con guardas blancas, del cual
opinaba que le había salido muy bueno y que le iba a durar toda la vida.
Miró para la General Paz. Se sirvió otro mate. Pero antes de tomarlo
tuvo que secarse la transpiración de la frente con el pañuelo y quitarse
una camisa amarilla. Aún así seguía teniendo calor. Se sacó una polera
celeste.
Y enseguida una chomba blanca. Y una camiseta verde.
Y de nuevo un pulóver. Y otra camisa.
Para cuando se sacó la remera número ocho varios vecinos estaban a su
alrededor, tratando de averiguar qué le pasaba, y se produjo un
embotellamiento en la avenida por culpa de los automovilistas que se
detenían a mirar al señor Peruchio.
Iba por el pulóver número diecinueve cuando llegaron los de la
televisión. Para entonces, una señora se había ofrecido para ir
acomodando la ropa en pilas, separando por tipo de prendas y por color.
Un grupo de chicos que ya había conseguido cinco camisetas rojas
esperaba que el señor Peruchio se quitara otras seis para poder formar
un equipo de fútbol completo.
Sin embargo, el señor Peruchio seguía teniendo calor. Ahora se habían
acercado varios doctores, una modista, una cantante de tangos, un
esquimal que andaba de paso, Maradona, un fabricante de patinetas, un
diputado, varios vendedores de garrapiñadas y mucha gente más, pero
ninguno sabía qué hacer.
El señor Peruchio seguía con calor y continuaba sacándose ropa.
De pronto, un gordo que había llegado en un camión gritó que él sabía
cómo resolver el problema. Siguió un prolongado silencio y todas las
cabezas se volvieron hacia el que había hablado. El Gordo sintió tanta
vergüenza que le costó muchísimo hablar. Por fin dijo:
—Yo tengo la solución. En quince minutos vuelvo. Saltó el camión y salió
para el lado de Liniers. Cientos de coches, micros, camiones cargados
de gente y ciclistas, siguieron al Gordo del camión que sabía cómo
resolver el caso.
El señor Peruchio se quedó únicamente con la señora que acomodaba las
pilas de ropa que seguían creciendo. Apenas la mujer alcanzaba a poner
una camisa roja en las pilas de camisas rojas, cuando el señor Peruchio
ya se estaba sacando una polera gris.
Poco después se empezaron a escuchar bocinazos, gritos, la música del Regimiento de Granaderos. Era el Gordo que regresaba.
Del camión bajaron a un hombre que tiritaba de frío. Era el señor Coluchio.
Al señor Coluchio lo sentaron al lado del señor Peruchio.
La multitud se quedó en silencio y observó nerviosa cuando el señor
Peruchio se sacó un pulóver azul con rayitas rojas y se lo pasó al señor
Coluchio. El señor Coluchio, temblando, se lo puso en un segundo.
Enseguida el señor Peruchio se sacó una polera con lunares verdes y al
instante se la puso el señor Coluchio. La muchedumbre empezó a alentar a
uno y a otro.
Al señor Peruchio le cantaban:
Peruchio, querido,
sácate todo abrigo.
Al señor Coluchio le cantaban:
Se va a abrigar,
se va a abrigar,
y va a dejar de tiritar.
Sin embargo, el señor Peruchio seguía con calor y el señor Coluchio con frío.
Y pasaban las horas.
Ya nadie gritaba. La muchedumbre empezaba a desanimarse. ¿Había fallado
la solución del Gordo del camión? Los señores Peruchio y Coluchio
estaban cansados y apenas podían sacarse y ponerse la ropa,
respectivamente.
El señor Peruchio miró al señor Coluchio con cierta mueca de tristeza.
—Esto no tiene remedio, parece —dijo el señor Peruchio—. ¡Que calor!
—Qué desgracia —respondió el señor Coluchio—. Tengo frío.
Entonces el señor Peruchio le acarició la cabeza al señor Coluchio y
ocurrió algo inexplicable porque los dos hombres se miraron
sorprendidos. El señor Peruchio volvió a tocarle la cabeza al señor
Coluchio y los dos sintieron que el calor del señor Peruchio pasaba al
señor Coluchio, y que el frío del señor Coluchio pasaba al señor
Peruchio. Se abrazaron veinte veces y cada vez volvía a suceder lo
mismo. Y más se abrazaban más se le pasaba el calor a uno y el frío al
otro, hasta que quedaron bien. Entonces los dos saltaron de alegría y la
gente comenzó a gritar, se escucharon bocinazos y la música de la banda
de Granaderos; y la radio y la televisión anunciaron a los gritos que
se había resuelto el problema de los señores Peruchio y Coluchio.
FIN
lunes, 14 de diciembre de 2020
Eclipse solar del 14 de diciembre de 2020 .Ver "ECLIPSE TOTAL DE SOL | IAFE en VIVO" en YouTube
Preguntas relacionadas
A veces, cuando la Luna orbita la Tierra, se interpone entre el Sol y nuestro planeta, bloqueando la luz del astro y provocando un eclipse solar.
Ver "ECLIPSE TOTAL DE SOL | IAFE en VIVO" en YouTube
CUENTO: CINTHIA SCOCH Y EL LOBO de Ricardo Mariño
El lobo apareció cuando Cinthia Scoch ya había atravesado más de la mitad del Parque Lezama.
—¡Hola! ¡Pero qué linda niña! Seguro que vas a visitar a tu abuelita —la saludó.
—Sí, voy a visitarla y a llevarle esta torta porque está enferma.
—¿Y si la torta está enferma para qué se la llevas? ¿Tu idea es matarla?
—No, la que está enferma es mi abuela. La torta está bien.
—Ah, entiendo. Entonces puedo dejarme la torta como postre.
—¿Cómo?
—Que me gustaría acompañarte para que no te ocurra nada malo en el camino. Por acá anda mucho elemento peligroso. ¿Cuál es tu nombre?
—Cinthia Scoch.
—Lindo nombre.
—¿Usted cómo se llama?
—Jamás me llamo. Siempre son otros los que me llaman. ¿Vamos?
A poco de caminar, Cinthia y el lobo encontraron a una chica y a un chico que estaban sentados sobre un tronco, llorando.
—Pobres... —se apenó Cinthia—. ¿Qué les ocurrirá?
—Bah, no te detengas —murmuró el lobo—. Ya te dije: este lugar está lleno de pordioseros y granujas. Deben ser ladrones, carteristas, drogadictos, mendigos.
Pese a la advertencia, Cinthia se acercó a los niños.
—Estamos extraviados —le explicaron—. Nuestro padre nos abandonó porque se quedó sin trabajo y no tenía para alimentarnos.
—Lo siento —dijo Cinthia.
—¿Para qué? —preguntó el lobo, impaciente-. ¡Si ya está sentado! Mejor vamos a lo de tu abuelita.
—¿Cómo se lla... perdón, cuáles son sus nombres, chicos? —preguntó Cinthia.
—Yo, Hansel —respondió el chico, mirando con simpatía a Cinthia.
—Y yo, Gretel —balbuceó la nena, secándose las lágrimas con la manga del pulóver y mirando desconfiada al lobo.
—Bueno, vengan con nosotros. Vamos a lo de mi abuela y allá, mientras nos comemos esta torta, podemos pensar en alguna solución —propuso Cinthia.
Los cuatro siguieron camino. El lobo iba malhumorado porque se le estaba complicando el plan de comerse a Cinthia. De la rabia, no dejaba de patear cuanta piedrita había en el sendero.
Poco después se toparon con un grupo de siete niños o, para ser más preciso, seis y medio, ya que uno era una verdadera miniatura. Venían marchando en fila con el chiquitín adelante, y al encontrarse con los otros se detuvieron, confundidos.
—¿Perdieron algo? —los interrogó Cinthia.
—Es que... veníamos siguiendo unas piedritas que yo había dejado caer en el camino de ida para orientarnos al volver. Era la única forma que teníamos de encontrar el camino de regreso a nuestra casa...
—No entiendo —dijo Cinthia.
—Nuestros padres nos abandonaron porque no tienen trabajo —empezó a explicar el pequeñito.
—¡No lo había dicho, yo! ¡Este lugar está infestado de pordioseros, huérfanos y delincuentes! —lo interrumpió el lobo, tirando del brazo de Cinthia. Pero ella se resistió.
—¡Un momento! ¡Debemos prestar atención a este niñito!
—¡No hay que prestar nada! ¡Después no te lo devuelven!
—El problema es que en esta parte del camino las piedras han desaparecido —terminó de explicar el niñito.
Cinthia miró furiosa al lobo y éste se hizo el desentendido.
—Vengan con nosotros a lo de mi abuela. ¡Llevo una torta!
—Muchas gracias —dijo el chiquitín, emocionado, y muy respetuosamente se presentó:
-Me llaman Pulgarcito, y éstos son mis hermanos.
Continuaron camino.
El lobo estaba cada vez más impaciente porque al ser tantos, se complicaba el plan de comerse a Cinthia. Aunque enseguida, pensándolo mejor, se le ocurrió algo:
—Querida Cinthia —dijo el lobo—, como ya encontraste amiguitos que te pueden acompañar, puedo regresar a mis quehaceres. Hasta pronto y que les vaya bien a todos.
—Adiós, señor. Gracias por su compañía. Poco después el grupo llegó a la casa de la abuela. Cinthia golpeó la puerta y esperó. Pero en lugar de permitirle pasar con todos sus amigos, la abuela le dijo:
—Ay, querida, justo hoy que estoy enferma me visitas con todos tus amiguitos. ¡No quiero contagiarlos!
—Está bien, abuela —respondió Cinthia, desilusionada. Les pidió a los chicos que la esperaran afuera, y le dio la torta a Hansel para que la tuviera.
Una vez que pasó al interior de la casa, la abuela cerró la puerta y la miró de una manera extraña.
Cinthia notó algo raro.
—¡Qué orejas tan grandes, abuela!
—Para escuchar mejor lo que dicen los vecinos, querida.
—¡Y qué peludas tus manos!
—Para ahorrar en guantes...
—¡Y qué boca tan grande!
—¡Estaba esperando que dijeras eso! —exclamó el lobo, desfigurado de bestialidad—. Tengo esta boca tan grande... ¡para comerrrr...! —había empezado a decir la abuela, cuando se escucharon tres enérgicos golpes en la puerta.
Cinthia abrió. Era una loba.
—Vengo a buscar a mi marido.
—Acá no hay ningún lobo —le explicó Cinthia.
—No estoy para bromas, nena. Puedo oler a ese inútil a trescientos metros. ¡Oh! Ahí está. ¿Qué hace disfrazado de anciana humana? ¿De dónde sacó esa ropa?
—¡Sólo estaba haciéndole una broma a esta simpática criatura! —dijo el lobo.
—¿Broma? ¡Cómo para bromas estoy yo! —dijo la loba—. Acabo de encontrar a dos cachorros humanos en el parque. Sus padres los han abandonado. Se llaman Rómulo y Remo y pienso amamantarlos yo misma. Es necesario que vengas conmigo y me ayudes a armarles un lugar donde puedan dormir —dijo, o más bien ordenó, la loba.
Cuando el lobo se marchó, Cinthia, que no había entendido nada de lo ocurrido, encontró a su verdadera abuela amordazada en el baño. Sólo cuando la anciana se calmó, pudieron entrar los demás chicos y entre todos comieron la torta.
Los chicos vivieron unos días con la abuela de Cinthia y luego pudieron regresar con sus padres.
Hansel y Gretel, como todo el mundo sabe, lograron encontrar el camino que conducía a la casa de sus padres, aunque antes debieron vencer a una bruja que los tuvo prisioneros varios días.
Pulgarcito y sus hermanos también pasaron ciertas peripecias para regresar con su familia, pero finalmente lo consiguieron gracias al ingenio del diminuto, que hasta llegó a casarse con una princesa.
En cuanto al lobo, se vio obligado a buscar comida para alimentar a los robustos y apetentes Rómulo y Remo, y ya no tuvo tiempo para fechorías. De grandes, los niños viajaron a Europa y fueron muy importantes, aunque como hermanos no se puede decir que se llevaran bien.
La loba, por último, fue apreciada por todo el barrio de San Telmo, que premió su gesto levantando una estatua en el mismo Parque Lezama. Cualquiera que pase por allí puede verla. Es una escultura que muestra a una loba y a los dos niños, y está ubicada en el sitio donde el animal los encontró.
De Cinthia Scoch no podemos agregar demasiado, pero se dice que por allí circula un libro que cuenta parte de sus aventuras.
-Cinthia Scoch y el lobo de Ricardo Mariño. Incluido en Cinthia Scoch, Buenos Aires, Sudamericana, 1991. Ilustraciones: Juan Noailles. Colección Pan flauta.
¸¸.•*¨☆★.¸¸.•´¯`•
"Cinthia Scoch se enamora, se le da por adiestrar cucarachas, la ataca un lobo, entra una nube a su casa, la raptan los indios, a su papá le crece la nariz... Preferentemente no se abra este libro en quirófanos, conciertos y velorios donde las risas puedan provocar inconvenientes. "
viernes, 11 de diciembre de 2020
CUENTO: EL MENSAJERO de Ricardo Mariño
Era un joven mensajero del rey, llamado Teobaldo, que para hacer su trabajo cruzaba ríos y montañas y esquivaba toda clase de peligros con mucha valentía. Pero Teobaldo no era una persona de verdad, era un personaje. Más precisamente, era un personaje del primero de los cuentos de un libro que en total tenía cinco.
El libro pertenecía a un chico que todas las noches leía en voz alta el último cuento, llamado “El canto de la princesa”. Aunque tenía un final triste, ese cuento era su preferido.
Al principio a Teobaldo le dio celos que el chico prefiriera ese cuento y no el suyo, pero con el tiempo prestó atención a la princesa y terminó enamorándose de ella.
“El canto de la princesa” empezaba justo cuando la joven princesa Mirna, quien tenía una belleza deslumbrante, era raptada por un malvado hombre de palacio.
El malhechor encerraba a Mirna en la profundidad de una cueva, bajo la vigilancia de un dragón de dos cabezas. El único consuelo de la joven en aquel terrible lugar era cantar.
Cuando por fin los hombres del rey apresaron al raptor, abatieron al dragón y entraron en la cueva. No encontraron a la princesa Mirna sino a un bello pájaro blanco que echó a volar. Desde entonces el tristísimo canto de aquel pájaro se escuchó en todo el reino.
Teobaldo estaba enamorado de Mirna y enojado con el final de esa historia.
Cada nueva oportunidad en que el chico volvía a leer ese cuento, Teobaldo se enamoraba más y más de la princesa y más se entristecía al escuchar el desenlace (el final).
De modo que un día partió hacia el último cuento del libro para intervenir en él e impedir que la chica se convirtiera en pájaro.
Para llegar a “El canto de la princesa” tenía por delante setenta páginas y quién sabe cuántos peligros.
Pasó delante de la página quince y poco después entró en el segundo cuento. Allí encontró a un viejo mago, enojado porque en el circo lo habían reemplazado por un mago más joven.
—Al final de este libro hay un cuento que termina mal —le contó Teobaldo—. Voy para allí a cambiar el final.
—No estoy de acuerdo con los finales tristes —le respondió el mago—. Te acompaño.
Teobaldo y el mago llegaron al tercer cuento, que era de unos animales que se la pasaban charlando. Allí había un león que estaba aburrido de que en su cuento nunca pasara nada y, con alegría, decidió unirse a Teobaldo y al mago.
En la página cuarenta pasaron al cuarto cuento. Allí conocieron un marciano que había perdido su plato volador y no podía regresar a Marte. También el marciano se unió al grupo de Teobaldo.
Llegaron por fin a “El canto de la princesa”.
—¡Hay que encontrar la cueva antes de que la princesa se transforme en pájaro! —dijo Teobaldo.
El marciano, Belisario, que veía a través de las piedras, señaló cuál era la cueva.
En la página siguiente se encontraron con el espantoso dragón. El león saltó sobre él y le mordió una pata. Teobaldo aprovechó para meterse en la cueva.
Cuando el dragón, Rufo, iba a atacar al león con las llamaradas de fuego que salían de su boca, el mago usó su varita para hacer llover: el fuego se apagó.
Teobaldo encontró a la princesa Mirna en la cueva y la sacó de allí. Pero al salir, el dragón se lanzó furioso sobre Teobaldo.
Durante dos páginas el dragón lo persiguió y hasta llegó a chamuscarle el pelo. De repente, al joven se le ocurrió un plan. Fingió estar vencido y dejó que las dos cabezas del dragón lo rodearan dejándolo en el medio. Así, cuando las dos bocas de la bestia lo atacaron, Teobaldo saltó al costado y las dos cabezas se enredaron.
El raptor de la princesa fue apresado enseguida. Teobaldo, rojo de vergüenza, no se animó a hablar con Mirna por cuatro páginas.
Teobaldo y Mirna se casaron en la última página y comenzaron un largo viaje de bodas hacia el primer cuento, de donde el joven mensajero había salido.
Para el dueño del libro hubo cierta confusión al principio pero luego se entusiasmó más que nunca con la lectura porque cada tanto los cuentos cambiaban: el león de un cuento pasaba a otro, el mago del segundo se hacía amigo del marciano del cuarto, los que se habían casado en el quinto, aparecían en el primero.
Él, de todas formas, siguió prefiriendo “El canto de la princesa” que, encima, ahora, hasta tenía final feliz.
CUENTO: PERDIDO EN LA SELVA de Ricardo Mariño
Antes de dar a conocer su libro Supervivencia en la selva, el profesor Winston Trabagliati quiso comprobar que los consejos incluidos en ese volumen realmente fueran útiles para personas en peligro. "Alguien debería internarse en el Amazonas sin otro recurso que mi libro", le había dicho a su editor.
En la editorial decidieron que la persona indicada para esa prueba era el joven cadete Catalino Esmit.
Así, una tarde Catalino fue invitado a dar una vuelta en avioneta. Piloteaba el avión el tesorero de la editorial y atrás iban Winston Trabagliati, Catalino y el editor.
Antes de que el avión tomara altura los dos hombres le dijeron a Catalino que por ser tan joven correspondía que él se pusiera el único paracaídas que había en el avión. Catalino les agradeció.
Pasadas unas horas, al sobrevolar el mismísimo corazón del Amazonas, el editor abrió la puerta de la avioneta y le dijo a Catalino que no se perdiera la incomparable vista que se apreciaba desde allí.
Cuando el joven se asomó, Winston Trabagliati le pegó en el pecho con su libro y le dijo:
—¡Te regalo mi último trabajo, Catalino! ¡No dejes de leerlo!
Al tratar de agarrar el libro, el muchacho soltó el caño al que estaba aferrado. Por un segundo hizo equilibrio sobre la base de la puerta, pero Trabagliati le dio unas cariñosas palmadas en la espalda:
—Estoy seguro de que te gustará, hijo. Y te será de gran utilidad—. Catalino salió al vacío dando inútiles manotazos y patadas.
Segundos después el joven cadete miró hacia abajo y recordó que tenía puesto un paracaídas.
—Dentro de todo es una desgracia con suerte —se dijo—. Justo vengo a caer yo, el único que llevaba paracaídas gracias a la generosidad del señor editor y de Winston Trabagliati, el genial escritor, que casi me obligaron a que me pusiera el único que había. Ni quiero pensar qué hubiera ocurrido si caía uno de ellos...
De pronto Catalino sintió que algo tiraba de él hacia arriba: era el paracaídas que se había abierto. Segundos después volvió a tener la misma sensación: era que el paracaídas se había enganchado en las ramas más altas de un árbol increíblemente alto.
Para sacarse el paracaídas Catalino debió esforzarse porque estaba sobre una rama muy delgada. Luego, resbaló tomado de las manos, desplazándose hacia el tronco del árbol.
Allí descansó unos diez minutos porque se había quedado sin fuerzas.
—Yo acá descansando y ellos, allá en el avión. Pobres, seguro que están preocupadísimos... —pensó en voz alta—. Pero... ¡qué afortunado —exclamó al reconocer el libro de Trabagliati enganchado en una rama apenas a unos metros de él—, justo vengo a caer en la selva con un libro que trata sobre cómo sobrevivir en la selva! Y hasta debe de tener un capítulo dedicado a cómo descender de un árbol.
Justamente, en el índice estaba señalada la parte del libro dedicada a ese problema. Catalino buscó presurosamente esa página, pero antes de llegar a leerla apareció un gorila.
Era un gorila negro y peludo con dientes blancos y enormes como fichas de dominó. La bestia se descolgó hábilmente de una rama, caminó por otra y en un instante estuvo al lado de Catalino. El joven abrió grandes los ojos pero enseguida los desvió hacia el índice del libro, esta vez en "Simios del Amazonas, especies, características, alimentación y trato con el hombre".
Desgraciadamente Catalino no llegó a completar el título de ese apartado. El animal le arrebató el libro de un manotazo y luego, al morderlo, perdió un diente. Furioso, agarró a Catalino, le metió el libro en la boca y como si fuera una pelota lo arrojó al vacío.
El joven cayó a un río infestado de cocodrilos. Mientras flotaba, buscó en el índice "Técnicas de defensa ante cocodrilos". Pero en la página indicada figuraba "Gorgojos amazónicos comestibles". Un error de edición. El señor editor siempre se quejaba de ese tipo de errores diciendo: "Les pago a estos imbéciles para que detecten estas cosas y sin embargo...".
—Qué lástima —pensó Catalino—. Una edición tan cuidada, con dibujos tan bonitos, tiene este error en el índice.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por tres enormes cocodrilos que lo rodearon con sus descomunales bocas abiertas. Catalino debió abrirse paso dándoles librazos en las trompas.
Llegó extenuado a la orilla, pero allí fue atrapado por un grupo de indígenas salvajes. Los salvajes estaban por cocinarlo, cuando el brujo hojeó el libro y se le ocurrió que Catalino podría leerles un fragmento a él y a sus compañeros antes de ser cocinado. El joven aceptó gustoso.
"Si Winston Trabagliati viera esto, no podría creerlo", pensó, mientras abría el libro en "El problema del agua potable. Métodos sencillos para sanear aguas contaminadas".
Los indios escucharon atentos. ¡El agua potable era la que se podía tomar! ¡La otra, la que no es potable, podía hacer que murieran todos entre horribles retorcijones de barriga!
Encabezados por el brujo y el cacique, trataron de seguir las instrucciones para obtener agua potable, pero ninguno logró extraer ni una gota machacando hierbas como indicaba el libro de Winston Trabagliati.
Pasada una hora, los indios se miraban entre sí preocupados.
—Moriremos de sed —fue el cruel anuncio del brujo. Todos lo miraron alarmados—. No hay esperanzas para nosotros. Somos inútiles para obtener agua potable.
—¿Y si beben agua del río? —se le ocurrió preguntar a Catalino.
Los indios se acercaron al río con gran reserva. Uno de ellos mojó sus dedos en el agua y la probó, atemorizado.
—Parece buena —dijo al fin. Otros indios también bebieron un poco y confirmaron lo dicho.
—¡Es agua potable! —anunció a gritos el brujo.
Catalino fue felicitado y levantado en andas. Hasta que uno de los indios recordó que desde hacía quinientos años, quizá más, la tribu tomaba agua de ese río. El joven fue perseguido por los indios hasta la noche.
Al fin se ocultó sobre una palmera, comió un coco y se mantuvo despierto para espantar con el libro a las alimañas e insectos llenos de aguijones, pinzas y bolsitas de venenos, que desde todos los ángulos trataban de perforarlo.
A la mañana siguiente saltó sobre un tronco y se dejó llevar río abajo. Favorecido por la incontenible corriente y las increíbles cascadas que por momentos lo hacían volar sobre las aguas, llegó un día después a un puerto.
Pero al parecer alguien había avisado que un joven se había perdido en la selva y luego un helicóptero lo había avistado cuando lo arrastraba el agua, así que mucha gente lo esperaba en el puerto. Entre la muchedumbre se distinguían el mismísimo Winston Trabagliati y el editor, además de varias cámaras de televisión.
La imagen del joven emergiendo de las aguas con el libro Supervivencia en la selva bajo el brazo fue vista en todo el mundo. El lanzamiento del libro fue un gran éxito y ahora nadie se atreve a viajar a zonas selváticas sin llevar un ejemplar. Y Winston Trabagliati, el genial escritor, ya está trabajando en un volumen que se titulará Guía para sobrevivir en el Polo Sur.
jueves, 10 de diciembre de 2020
CUENTO: LOS CUATRO INCREÍBLES de Ricardo Mariño.
En épocas muy remotas y en un lugar lejano sucedió que un Rey cayó enfermo. Para curarse, los médicos le recomendaron que antes de una semana bebiera agua de la Gran Cascada, lo único que lo podía sanar. De no hacerlo en ese tiempo, aseguraron, irremediablemente moriría.
Pero la Gran Cascada estaba a muchas jornadas de camino a través de las montañas, por senderos inaccesibles para los caballos y las mulas. Sólo un corredor superdotado podría llegar hasta allí en el tiempo requerido.
El Rey dio a conocer un bando, con el que mandaba a llamar a los hombres más rápidos del reino. A quien realizara la hazaña en el menor tiempo le prometía una gran recompensa.
Uno de los que leyó el anuncio fue Godofredo el Veloz, y ni bien terminó de leer salió hacia el castillo del Rey.
En el camino encontró a un hombre que estaba de rodillas en el suelo, aplicando su oído a la tierra.
–Hombre, ¿qué estás haciendo? –le preguntó Godofredo.
–Estoy escuchando el ruido que hace una plantita a punto de nacer.
–¿Tan poderoso es tu oído?
–¡Ya lo creo! Me llaman Todo Oídos.
–Entonces por qué no vienes conmigo al castillo. ¡El Rey está enfermo y nos necesita!
Caminaron juntos un rato hasta que se detuvieron ante una mujer que estaba mirando hacia las montañas.
–¿Qué estás mirando? –le preguntaron.
–Miro la cúspide de la montaña: allí hay un águila cuidando su nido...
–¿Tan poderosa es tu vista?
–No es el águila la que me llama la atención sino uno de sus pichoncitos: tiene una pequeña mancha blanca en las plumitas que rodean su pico.
–¡Increíble! Tendrías que unirte a nosotros. El Rey enfermo nos necesita..., me llamo Godofredo el Veloz.
–Y yo soy Todo Oídos.
–Acepto. Mi nombre es Telescópica.
Anduvieron los tres hasta encontrar un hombre que estaba tirando una piedra.
–No hay ningún animal por aquí. ¿A qué le estás tirando? –le preguntaron.
–Tiré una piedra para hacerla pegar en la chimenea de mi casa, que está a ochenta cuadras de aquí. Es para avisarle a mi mujer que empiece a hacer la comida.
–¡Es cierto! –exclamó Telescópica–. Estoy viendo a la piedra. Se dirige a la chimenea... ¡Dio en el blanco!, y una mujer se está poniendo un delantal.
–Me llamo Piedrazo. Jamás fallo.
–Si te unes a nosotros podrás ayudar al Rey –le dijeron.
Al fin llegaron al castillo y ofrecieron sus servicios.
Ni bien vio a Godofredo el Veloz, el Rey se dio cuenta de que ése era el hombre indicado.
Pero también se habían ofrecido para ir a buscar el agua de la Gran Cascada, Túdor el Gigante y Osvalda la Peor.
A la madrugada siguiente salieron los tres competidores llevando cántaros para traer agua de la Gran Cascada.
Muy pronto Godofredo el Veloz aventajó a los otros dos. Y en lugar de tardar una semana fue hasta la Cascada en un rato.
Mientras regresaba con un cántaro lleno de agua, encontró a sus dos adversarios, que todavía no habían recorrido más que un corto trecho.
–¡Eh! ¡Un momento! –le gritó Osvalda la Peor–. Ya ganaste, tu velocidad es inigualable. Por qué no descansas un poco y después retomas la carrera.
Godofredo el Veloz aceptó, pero ni bien se apoyó sobre una piedra, Túdor el Gigante lo durmió de un golpe.
–Bien hecho. Ya tenemos el agua. Podemos regresar.
–Moraleja: mejor ser astuto que rápido –dijo Osvalda la Peor, sonriendo desagradablemente.
–Eso, eso –le dio la razón Túdor el Gigante.
Mientras tanto, en las afueras del castillo los amigos de Godofredo el Veloz esperaban ansiosos.
–Algo pasa –dijo Todo Oídos–. Escucho los pasos del Gigante y de Osvalda. Pero caminan hacia aquí. Están a unas cien cuadras.
–Es cierto. Ya veo –dijo Telescópica–. Esos dos vienen con un cántaro lleno de agua. ¡Es el cántaro que llevaba Godofredo el Veloz! Y un poco más allá... a ciento veinte cuadras está Godofredo... parece dormido o desmayado. Tiene la cabeza apoyada sobre una piedra.
–No hay problema –dijo Piedrazo–. Consíganme algo para arrojar.
Todo Oídos se quitó una bota y se la alcanzó.
Piedrazo tomó la bota, se arqueó hacia atrás y la lanzó.
–¡Justo! –exclamó unos minutos después Telescópica–. La bota pegó contra la piedra y despertó a Godofredo. Se está rascando la cabeza... ahora parece haber comprendido lo que ocurrió... ahí sale Godofredo... ¡uh! Ya alcanzó al Gigante y a Osvalda y les arrebató el cántaro, y viene para acá y...
–¡Ya llegó! –gritaron todos.
El Rey bebió el agua, se curó y dio una recompensa a Godofredo.
No era mucho: los reyes suelen ser tacaños y creen que la gente queda satisfecha sólo con conocerlos. Al menos alcanzó para comprar una nueva bota para Todo Oídos. Después recordaron que la esposa de Piedrazo tenía lista la comida y se fueron a festejar el haberse encontrado, con una buena comilona.
miércoles, 9 de diciembre de 2020
CUENTO: EL CLUB DE LOS PERFECTOS de Graciela Montes
Hay gente que ya está cansada de que yo cuente cosas del barrio de Florida. Pero no es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que una no puede menos que contarla.
Como la historia esa del Club de los Perfectos.
Porque resulta que los perfectos de Florida decidieron formar un club.
Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como los Perfectos de cualquier otro barrio, así que cualquiera puede imaginárselos.
Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero tampoco son flacos.
No son demasiados altos, y mucho menos petisos.
Tienen todos los dientes parejos y jamás de los jamases se comen las uñas.
Nunca tienen pie plano ni se hacen pis encima.
No son miedosos. Ni confianzudos.
No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido.
Los Perfectos siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca llena.
Hay que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos.
Es más, eran muy pocos. Tan pocos que había calles, como Agustín Álvarez, donde no podía encontrarse un Perfecto ni con lupa. Pero –pocos y todo–decidieron formar un club porque todo el mundo sabe que a los Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos, comer con Perfectos y casarse con Perfectos.
El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los otros dos eran el Deportivo Santa Rita y el Social Juan B. Justo.
El Deportivo Santa Rita era sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la tarde se llenaba de floridenses porque los sábados por la tarde se jugaban partidos amistosos con el equipo de Cetrángolo.
El Social Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los floridenses que querían ponerse de novio se reunían a bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes, rojas y amarillas.
Pero el Club de los Perfectos era otra cosa.
Para empezar, no era ni un galpón ni una cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes ventanales y una verja alta de rejas negras.
Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y margaritas, sólo palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas.
Los sábados por la noche, los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas brillantes. Como eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos.
Se sentaban alrededor de la mesa con mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían tranquilos y educados. Masticaban bien. Sonreían. Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas.
Ni celos. Ni frío.
Tan diferentes eran, que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el Club de los Perfectos.
Bueno, visitar es una manera de decir porque al club de los Perfectos sólo entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera.
Lo cierto es que, a eso de las siete de la tarde, en cuanto terminaba el partido, los del Deportivo Santa Rita se venían en patota a la calle Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las parejas de novios pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a los Perfectos.
Los floridenses se apretaban todos junto a la verja.
Eran un montón, pero ninguno era perfecto. Estaba doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el chico del almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en los dientes, chicos que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían pis encima, chicos con mocos, muchachos que clavaban los dientes en los sánguches de milanesa porque tenían hambre y chicas un poco despeinadas porque había viento.
Los sábados por la noche, el Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue por eso que, cuando pasó lo que tenía que pasar, hubo muchos que pudieron contarlo.
Resulta que estaban ahí los Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos alrededor de la mesa, perfectamente bronceados porque era verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que tenía que pasar.
Pasó una cucaracha.
Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una cucaracha perfecta, que trepó lentamente por el mantel almidonado y empezó a caminar perfectamente serena, por entre los platos.
El primero que la vio fue un Perfecto de saco blanco y corbata a rayas, perfectamente rubio. La cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia su plato.
El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la silla, empujó con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el piso, y derramó el vino tinto de su copa labrada sobre la Perfecta de vestido blanco.
La cucaracha entre tanto, posiblemente sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa, desviándose sin sobresaltos cuando se le interponía algún plato.
Los Perfectos en cambio sí que parecían sobresaltados. Había algunos que se subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían velozmente las uñas acurrucados en los rincones.
Había algunos que lloraban a moco tendido y otros que, de puro nerviosos, se reían a carcajadas.
El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba de platos rotos y copas volcadas. Y serena, parsimoniosa, la manchita negra y lustrosa proseguía su camino.
Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto de la verja y empezó a transmitir los acontecimientos:
–El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda. Quiere ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar de Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de recuperarla. El Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae… Cae también su dentadura, que golpea ruidosamente contra la pata de la mesa…
Arrugados, despeinados, manchados y llorosos, los Perfectos fueron abandonando la casa de la calle Warnes. Los floridenses los miraban salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros parecían viejos. Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por uno, estaban muertos de miedo.
A los floridenses más burlones les daba un poco de risa.
Los floridenses más comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no era tan malo estar de este lado de la reja.
De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los Perfectos.
Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus socios llegan cansados y hambrientos al Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco despeinados, al Social Juan B. Justo.
Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora crecen malvones.
Y parece que así es mucho mejor que antes.
viernes, 4 de diciembre de 2020
CUENTO: SAPO VERDE de Graciela Montes / Helena Homs
Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.
Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado que las mariposas del Jazmín de Enfrente andaban diciendo que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.
—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua oscura—, pero tanto como refeo... Para mí que exageran... Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa, eso también.
Pero ¡qué sonrisa!
Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente que andaba dándole vueltas sin acercarse demasiado:
—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo verde. Porque pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las mariposas.
La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.
Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de los Bichos.
Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió, como siempre, con muchas palabras:
—¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar de noche? A propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.
—Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.
—¿Piensa pintar la casa?
—Usted ni se imagina, Timoteo, ni se imagina.
Y Humberto se llevó el azul, el amarillo, el colorado, el fucsia y el anaranjado. El verde no, porque ¿para qué puede querer más verde un sapo verde?
En cuanto llegó al charco se sacó la boina, se preparó un pincel con pastos secos y empezó: una pata azul, la otra anaranjada, una mancha amarilla en la cabeza, una estrellita colorada en el lomo, el buche fucsia. Cada tanto se echaba una ojeadita en el espejo del charco.
Cuando terminó tenía más colorinches que la más pintona de las mariposas. Y entonces sí que se puso contento el sapo Humberto: no le quedaba ni un cachito de verde. ¡Igualito a las mariposas!
Tan alegre estaba y tanto saltó que las mariposas del Jazmín lo vieron y se vinieron en bandada para el charco.
—Más que refeo. ¡Refeísimo! —dijo una de pintitas azules, tapándose los ojos con las patas.
—¡Feón! ¡Contrafeo al resto! —terminó otra, sacudiendo las antenas con las carcajadas.
—Además de sapo, y feo, mal vestido —dijo una de negro, muy elegante.
—Lo único que falta es que quiera volar —se burló otra desde el aire.
¡Pobre Humberto! Y él que estaba tan contento con su corbatita fucsia.
Tanta vergüenza sintió que se tiró al charco para esconderse, y se quedó un rato largo en el fondo, mirando cómo el agua le borraba los colores.
Cuando salió todo verde, como siempre, todavía estaban las mariposas riéndose como locas.
—¡Sa-po verde! ¡Sa-po verde!
La que no se le paraba en la cabeza le hacía cosquillas en las patas.
Pero en eso pasó una calandria, una calandria lindísima, linda con ganas, tan requetelinda, que las mariposas se callaron para mirarla revolotear entre los yuyos.
Al ver el charco bajó para tomar un poco de agua y peinarse las plumas con el pico, y lo vio a Humberto en la orilla, verde, tristón y solo. Entonces dijo en voz bien alta:
—¡Qué sapo tan buen mozo! ¡Y qué bien le sienta el verde!
Humberto le dio las gracias con su sonrisa gigante de sapo y las mariposas del Jazmín perdieron los colores de pura vergüenza, y así anduvieron, caiduchas y transparentes, todo el verano.
jueves, 3 de diciembre de 2020
CUENTO: EL PARAGUAS DEL MAGO de Graciela Montes / Ana Sanfelippo
HABÍA UNA VEZ UN MAGO QUE, EN LUGAR DE VARITA MÁGICA, TENÍA UN PARAGUAS.
ERA UN PARAGUAS ROJO Y VERDE, MUY GRANDE Y MUY HERMOSO.
—QUEREMOS CARAMELOS —DECÍAN LOS CHICOS.
—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.
Y DEL PARAGUAS CAÍAN LOS CARAMELOS MÁS RICOS DEL MUNDO.
—ME GUSTARÍA PODER COMPRARLE UNAS FLORES A MI NOVIA —DECÍA UN MUCHACHO.
—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.
Y DEL PARAGUAS CAÍAN FLORES DE TODOS COLORES.
—¡CÓMO ME GUSTARÍA TENER UN CACHORRITO! —DECÍA UNA NENA
—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.
Y DEL PARAGUAS CAÍAN CACHORRITOS QUE ENSEGUIDA EMPEZABAN A MOVER LA COLA.
—¡QUÉ GANAS DE COMER SANDÍA! —DECÍA UNA FAMILIA.
—¡ABRAPARAGUAS! —DECÍA EL MAGO.
Y DEL PARAGUAS ABIERTO CAÍAN SANDÍAS ENORMES Y DULCES.
UN DÍA EL PAÍS DEL MAGO SE SECÓ.
HACÍA MUCHÍSIMO CALOR, TANTO QUE LAS FLORES SE MARCHITARON...
...Y SE ACHICHARRARON LAS SANDÍAS...
...Y LOS CACHORRITOS SE MORÍAN DE SED.
—¡QUE LLUEVA! ¡QUE LLUEVA! —PEDÍAN TODOS.
—ABRAPARAGUAS! —DIJO ENTONCES EL MAGO.
Y EMPEZÓ A LLOVER Y A LLOVER PERO... ¡DEBAJO DEL PARAGUAS!
Y EL MAGO FUE POR ACÁ Y POR ALLÁ, LLOVIENDO CON SU PARAGUAS.
Y, POR DONDE ÉL PASABA, CRECÍAN LAS FLORES.
Y LAS SANDÍAS SE PONÍAN GORDAS.
Y LOS CHICOS DECÍAN:
—¡OIA! ¡UN PARAGUAS QUE LLUEVE!
miércoles, 2 de diciembre de 2020
CUENTO: BICHO RARO de Graciela Montes
El Bicho Raro apareció un día como otros días en la Plaza de la Vuelta de la Ciudad Importante, justo a la hora en que Anastasio, como siempre, rastrillaba el arenero.
El Bicho Raro miraba con sus ojos rosados desde abajo de una hamaca.
Era verdaderamente raro, raro sin chiste. Tenía una gran cabezota llena de rulos y bigotes muy lacios. Tenía un cuerpo gordo de vaca y cuatro pies diminutos, cada uno con sus cinco dedos. Tenía ojos rosados. Tenía orejas imposibles. Tenía cola ridícula, dientes absurdos, hocico inverosímil.
El Bicho Raro era de esos que no pueden ser pero que son, nomás, porque están ahí parados.
Anastasio se lo quedó mirando con el rastrillo en la mano. Y el Bicho Raro también lo miró a Anastasio con ojos muy sonrosados.
Al poco rato empezó a correrse la noticia, por supuesto. Un Bicho Raro no puede pasar desapercibido en una Ciudad Importante.
A la Plaza de la Vuelta llegaron los biólogos y los vigilantes, los locutores de televisión y los veterinarios, los curanderos y los astrólogos, los estudiantes de Bellas Artes y el presidente de la Sociedad Rural. Pero llegó, más que nadie, el Intendente, el Único Intendente de la Ciudad Importante, que de inmediato mandó desalojar la plaza.
Y mandó muchísimo más, no por nada era Intendente.
Mandó, por ejemplo, que trajesen una jaula. Y antes del mediodía trajeron una gran jaula de aluminio, que brillaba como una estrella. Tanto brillaba que nadie se explicaba cómo podía ser que el Bicho Raro no quisiese entrar en ella. Enroscado debajo del tobogán espiaba con sus ojos rosados y miraba cómo Anastasio volvía a rastrillar la arena, para quitarle los papeles, las cajitas y las latas de todos los visitantes.
También Anastasio lo miraba de vez en cuando y decía por lo bajo:
—Bicho Raro, Bicho Feo, pobre bicho.
Lo cierto es que para meter al Bicho Raro en la jaula hubo que usar correas rojas y cadenas redondas con los eslabones de bronce.
Después subieron la jaula a una camioneta y la pasearon en triunfo por la ciudad, ida y vuelta por la Gran Avenida, por la Calle de los Generales, por la Calle del Oro y por la Calle del Cine. Todos se agolpaban para mirar al Bicho Raro, para tirarle, si podían, de las orejas, para peinarle, a veces, los bigotes. Nadie, en cambio, le miraba a los ojos, rosados y redondos como flores de geranio.
En la Ciudad Importante es fácil acostumbrarse a todo, hasta a un Bicho Raro. Por eso el Bicho Raro al rato ya no fue tan raro, fue nada más que un bicho, y después un bicho molesto. A nadie se le ocurría ir a pasearlo por la ciudad para que todos lo vieran porque ya lo habían visto todos.
Poco a poco el Bicho Raro dejó de mirar pasar las cosas con sus ojos rosados y se acurrucó contra los barrotes, porque la jaula brillante no tenía rincones.
Entonces volvió el Único Intendente. Y volvieron los biólogos, los vigilantes, los locutores y los veterinarios. Y los astrólogos. Y los curanderos.
—Está intoxicado —dijo el veterinario.
—Está descompensado —dijo el biólogo.
—Está engualichado —dijo el curandero.
Y todos estuvieron de acuerdo en que el Bicho Raro no tenía remedio.
—¡Que lo lleven de vuelta a la plaza! —ordenó el Intendente, y dio por terminado el cuento.
Pero, a pesar del Intendente, el cuento no terminó ahí, porque en la Plaza de la Vuelta estaba Anastasio, como siempre, rastrillando arena.
—Bicho Raro, Bicho Feo, pobre bicho —se dijo Anastasio cuando lo vio, acurrucado como el primer día debajo de una hamaca.
Y como era el mediodía apoyó el rastrillo en el tronco de un paraíso, se secó el sudor con la manga de la camisa, y se sentó a desenvolver con cuidado el paquete del almuerzo: un sánguche de queso y matambre con bastante mayonesa.
Cuando estaba por morder una puntita del pan pensó:
—Pobre bicho, en una de esas tiene hambre.
Entonces Anastasio se acercó despacito hasta la hamaca y despacito también tendió su mano grande con un sánguche de queso y matambre en la punta.
Entonces el Bicho Raro se levantó sobre sus piecitos de cinco dedos, sacudió su cuerpo de vaca y su cabezota llena de rulos, husmeó la mano de Anastasio con su hocico inverosímil, movió alegremente su cola ridícula y clavó sus dientes absurdos en el sánguche tierno.
—Pobre bicho, Bicho Raro —dijo Anastasio—. Tenía hambre.
Ese día, y muchos otros, Anastasio y el Bicho Raro compartieron el almuerzo debajo de un paraíso.