Como todas las tardes, el señor Peruchio estaba tomando mates en la
vereda, mientras miraba los autos que pasaban por la General Paz. En
cierto momento sintió calor y se quitó una campera marrón, de corderoy,
que le habían regalado para su cumpleaños.
Siguió sintiendo calor después de haberse sacado la campera y tuvo
entonces que quitarse un pulóver azul con guardas blancas, del cual
opinaba que le había salido muy bueno y que le iba a durar toda la vida.
Miró para la General Paz. Se sirvió otro mate. Pero antes de tomarlo
tuvo que secarse la transpiración de la frente con el pañuelo y quitarse
una camisa amarilla. Aún así seguía teniendo calor. Se sacó una polera
celeste.
Y enseguida una chomba blanca. Y una camiseta verde.
Y de nuevo un pulóver. Y otra camisa.
Para cuando se sacó la remera número ocho varios vecinos estaban a su
alrededor, tratando de averiguar qué le pasaba, y se produjo un
embotellamiento en la avenida por culpa de los automovilistas que se
detenían a mirar al señor Peruchio.
Iba por el pulóver número diecinueve cuando llegaron los de la
televisión. Para entonces, una señora se había ofrecido para ir
acomodando la ropa en pilas, separando por tipo de prendas y por color.
Un grupo de chicos que ya había conseguido cinco camisetas rojas
esperaba que el señor Peruchio se quitara otras seis para poder formar
un equipo de fútbol completo.
Sin embargo, el señor Peruchio seguía teniendo calor. Ahora se habían
acercado varios doctores, una modista, una cantante de tangos, un
esquimal que andaba de paso, Maradona, un fabricante de patinetas, un
diputado, varios vendedores de garrapiñadas y mucha gente más, pero
ninguno sabía qué hacer.
El señor Peruchio seguía con calor y continuaba sacándose ropa.
De pronto, un gordo que había llegado en un camión gritó que él sabía
cómo resolver el problema. Siguió un prolongado silencio y todas las
cabezas se volvieron hacia el que había hablado. El Gordo sintió tanta
vergüenza que le costó muchísimo hablar. Por fin dijo:
—Yo tengo la solución. En quince minutos vuelvo. Saltó el camión y salió
para el lado de Liniers. Cientos de coches, micros, camiones cargados
de gente y ciclistas, siguieron al Gordo del camión que sabía cómo
resolver el caso.
El señor Peruchio se quedó únicamente con la señora que acomodaba las
pilas de ropa que seguían creciendo. Apenas la mujer alcanzaba a poner
una camisa roja en las pilas de camisas rojas, cuando el señor Peruchio
ya se estaba sacando una polera gris.
Poco después se empezaron a escuchar bocinazos, gritos, la música del Regimiento de Granaderos. Era el Gordo que regresaba.
Del camión bajaron a un hombre que tiritaba de frío. Era el señor Coluchio.
Al señor Coluchio lo sentaron al lado del señor Peruchio.
La multitud se quedó en silencio y observó nerviosa cuando el señor
Peruchio se sacó un pulóver azul con rayitas rojas y se lo pasó al señor
Coluchio. El señor Coluchio, temblando, se lo puso en un segundo.
Enseguida el señor Peruchio se sacó una polera con lunares verdes y al
instante se la puso el señor Coluchio. La muchedumbre empezó a alentar a
uno y a otro.
Al señor Peruchio le cantaban:
Peruchio, querido,
sácate todo abrigo.
Al señor Coluchio le cantaban:
Se va a abrigar,
se va a abrigar,
y va a dejar de tiritar.
Sin embargo, el señor Peruchio seguía con calor y el señor Coluchio con frío.
Y pasaban las horas.
Ya nadie gritaba. La muchedumbre empezaba a desanimarse. ¿Había fallado
la solución del Gordo del camión? Los señores Peruchio y Coluchio
estaban cansados y apenas podían sacarse y ponerse la ropa,
respectivamente.
El señor Peruchio miró al señor Coluchio con cierta mueca de tristeza.
—Esto no tiene remedio, parece —dijo el señor Peruchio—. ¡Que calor!
—Qué desgracia —respondió el señor Coluchio—. Tengo frío.
Entonces el señor Peruchio le acarició la cabeza al señor Coluchio y
ocurrió algo inexplicable porque los dos hombres se miraron
sorprendidos. El señor Peruchio volvió a tocarle la cabeza al señor
Coluchio y los dos sintieron que el calor del señor Peruchio pasaba al
señor Coluchio, y que el frío del señor Coluchio pasaba al señor
Peruchio. Se abrazaron veinte veces y cada vez volvía a suceder lo
mismo. Y más se abrazaban más se le pasaba el calor a uno y el frío al
otro, hasta que quedaron bien. Entonces los dos saltaron de alegría y la
gente comenzó a gritar, se escucharon bocinazos y la música de la banda
de Granaderos; y la radio y la televisión anunciaron a los gritos que
se había resuelto el problema de los señores Peruchio y Coluchio.
FIN
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