Si se acuerdan de Cenicienta, se acordarán también del hada que apareció para ayudarla aquella noche en que hubo baile en el palacio.
Bien.
El hada se llamaba Tomasa Tomasoli. Era regordeta, bastante enana, más parecida a un pan de leche que a un hada.
Lo que quiero contar es qué pasó en realidad esa noche en la cocina. Porque yo creo que la verdad debe saberse cueste lo que cueste y caiga quien caiga.
Hasta ese momento la historia es tal como ustedes la conocen: la madrastra había llevado a sus dos hijas al baile con la esperanza de que alguna enganchara al príncipe y a Cenicienta la dejaron sola en la casa con una pila de platos por lavar.
¡Una porquería lo que hicieron!
Cenicienta lloraba. Entre mocos, se miraba los harapos del color de una batata olvidada en las brasas. ¿Quién iba a abrirle las puertas del palacio si se presentaba con esa facha?
Entonces apareció Tomasa. De dónde vino, no se sabe. Cómo se enteró de lo que le pasaba a esta chica, tampoco se sabe.
—No llores, pequeñuela. Yo te ayudaré —le dijo. Se arremangó y se puso a buscar en la cocina los ingredientes para hacer su magia.
En la canasta de las cebollas encontró unos ratones. Los sacó al patio y allí los convirtió en seis hermosos caballos blancos con plumas en la cabeza.
Después descubrió a Helmut, el perro de la casa, que dormía abrazado a una escoba. Con un golpe de varita lo convirtió en un elegante cochero de librea y peluca.
Cenicienta no podía creer lo que veía. El perro y los ratones tampoco.
Tomasa sonrió satisfecha y continuó su obra.
En la puerta de la cocina descubrió al gato. Lo pescó justo en el momento en que se iba, con miedo de que esa trastornada lo convirtiera en olla o algo peor. Con el gato no fue tan fácil. Se resistió. Pero Tomasa lo sostuvo firme por la cola y con un pase de magia lo transformó en un lacayo trajeado de terciopelo y medias finas.
A continuación el hada tocó el vestido de Cenicienta. ¡Increíble! Los feos harapos se volvieron un vestido rosado, esponjoso, divino, de esos como para no pasar papelones en una fiesta.
A esa altura lo único que quedaba en la cocina en estado normal era un zapallo.
Cenicienta le señaló al hada el zapallo. Estaba ansiosa por ver cómo convertía esa simple hortaliza en una carroza dorada.
Pero el hada se rascó la cabeza con preocupación.
–¿Qué pasa? –dijo Cenicienta dulcemente–. Necesito una carroza, ¿no?
Tomasa se puso muy inquieta. Empezó a balbucear.
–Es que… yo…
–¿Yo qué, mi hada buena?
–¿Yo… ¿cómo te puedo explicar?
–¿Explicar qué?
Por fin el hada pudo decir algo:
–Yo, con el zapallo…sólo…
–¿Sólo qué?
–¡No me pongas nerviosa! Es que yo… Yo con el zapallo sólo se hacer…
–¡¿Hacer qué?!
–…dulce –confesó Tomasa.
Bien.
La verdad de la historia es que Cenicienta no fue al palacio real en carroza sino –digámoslo de una vez– a pata. (De nada sirvieron los caballos, el cochero ni el lacayo. Mejor hubiera dejado en paz a los pobres animales).
Y que el príncipe se enamoró de ella perdidamente porque –además de ser hermosa y buena y todo eso que ya saben– ella le contó que tenía manos de hada para preparar el dulce de zapallo.
Y que después de la caminata de ida y de los muchos bailes que bailó, y pensando en el largo trayecto de vuelta que la esperaba, dejó en la escalera el zapato que más le molestaba: el izquierdo.
El resto del cuento es como ustedes lo conocen.
Pero me parece que siempre es bueno aclarar cómo ocurrieron de verdad las cosas.
FIN
En: Barbanegra y los buñuelos
WOLF, Ema
Buenos Aires: Colihue, 1994.
Col. Libros del Malabarista
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