viernes, 26 de junio de 2020

Cuento: LA LEYENDA DEL BICHO COMERRUIDOS, de Silvia Schujer

Cuento: LA LEYENDA DEL BICHO COMERRUIDOS, de Silvia Schujer 

 



Cuando llegó no era más grande que una hormiga. Invisible, sí, pero una hormiga. Y entró sacando pecho como si fuera a comerse el mundo.

Dicen que se metió en el barrio como pancho por su casa. Como ciudadano ilustre.

Que empezó el atracón por lo más grande: por la calle principal a la hora en que los autos, la gente y los oficios parecen tener cuerda para rato.

Que se tragó las sirenas, dicen. Las bocinas, el ronroneo de los motores, las frenadas de los colectivos y el estornudo de un canillita.


Que se metió en los bares y tragó mesa por mesa el tintineo de las tazas, el murmullo de las conversaciones y la melodía de un afilador que se coló por la ventana.

Que así fue como en un santiamén y sin que nadie hasta entonces supiera de su existencia, el bicho comerruidos cobró el tamaño de un gato.

Que apenas satisfecho con los ruidos de la calle, fue a las fábricas más grandes de la zona. A comerse el traqueteo de las máquinas como si fuera un postre. Y, con el ruido, a las máquinas mismas que dejaban de moverse por el susto (o porque ninguna máquina se mueve si no suena).

Que tragó todas las quejas, pataleos, silbatinas y protestas de la gente que quedaba sin trabajo.

Que engordó más de cien kilos ese día y, al siguiente, fue a buscar nuevos manjares: los clap clap de unos aplausos le encantaron, según dicen.

Probó el ufa de la bronca. Los ja ja ja de la risa. El chuic de los besos. El glub de las burbujas. El snif de la pena.

Cuentan que una mañana se comió el canto de los pájaros. Dicen que no le gustó. Esa misma tarde, el silbido del viento. Truenos. El repiqueteo de las gotas de lluvia al chocar contra el piso. El chapoteo de los sapos en un charco. Grillos en concierto a la hora de cenar...

Y que así pasó una semana, cuentan. Dos. Tres. Cuatro. Hasta que el tamaño del bicho sólo pudo compararse con el del silencio, lo único que también había crecido desmesuradamente en el barrio.

Cuentan que para ese entonces los vecinos se reunían a charlar en las esquinas y cuando menos se lo esperaban el bicho comerruidos les deglutía las voces.

Que trataban de aprender a tocar cualquier instrumento con tal de recuperar la música —que no sabían ni cómo ni cuándo habían perdido— y que el bicho comerruidos se devoraba las notas como galletitas.

Que a veces pateaban tachos de basura en las veredas o pataleaban un poco para escucharse los pasos, pero el bicho comerruidos se hacia un festín con estas cosas y se lo comía todo. Hasta los suspiros si se le daba la gana.

Que así fueron pasando muchos años, según dicen.


Que hubo más de treinta mil razones por las cuales el bicho comerruidos, a pesar de ser invisible, un día fue descubierto por la gente y que, de todas maneras, no fue descubrirlo lo que cambió las cosas.

Dicen que fue una mañana. Cuando muerto de hambre por el silencio, que él mismo había instaurado, el bicho come ruidos oyó un grito. El grito más agudo que jamás había oído.

Dicen que se estremeció de alegría. Que le volvieron los colores a la cara. Que para saborear mejor el manjar que se le ofrecía se encaminó al lugar de los hechos.

Y que a medida que se iba acercando, el chillido se hacía más audible hasta convertirse en lo que verdaderamente resultó que era: un alarido descomunal con palabra incluida y todo.

"¡¡¡SILENCIO!!!", dicen que fue el grito que sonó por segunda vez en el aula de un quinto grado A, en el preciso instante en que el bicho comerruido se colaba invisiblemente por la ventana y, desde la O a la S, se devoraba el banquete.

"¡SILENCIO, SEÑORES!", dicen que volvió a sonar estrepitosamente en el aula antes de que el bicho pudiera tragarse el "silencio" anterior; ese que la maestra que había gritado con tanto entusiasmo a los alumno que no le prestaban atención.

Y que de glotón, nomas, de atolondrado, el monstruo no terminó de tragar uno, cuando trató de devorarse el siguiente con la boca llena y con tanta mala suerte (para él), que se atragantó hasta sentir que los ojos se le salían de las órbitas como dos huevos duros.

Cuenta esta leyenda que el bicho comerruidos empezó a toser y a toser como un descocido y que, como si en verdad se fuera descociendo se le empezaron a escapar del cuerpo todos los ruidos que había acumulado desde su llegada al barrio: voces, estornudos, chapoteos, bocinazos...

Que, como era natural, todas aquellas armonías liberadas se fueron esparciendo por el aula mientras los chicos se dedicaban a atraparlas, a meter las que podían en los bolsillos, en las cartucheras o en los tanques de la birome. Divertidísimos. Sin tener la menor idea de que en ese momento un monstruo se desinflaba para siempre.

Porque así es como cuentan en mi barrio que el bicho come ruidos cayó en desgracia. Derrotado por un grupo de alumnos que, aprovechando la ocasión, se apropió de una increíble variedad de sonoridades. Un barullo —a veces insoportable— que desde entonces cada uno saca del bolsillo para entretenerse cuando una clase le resulta aburrida, plomiza, interminable, insípida, incolora y esas cosas.




FIN ✿◕‿◕✿

(De: “Puro huesos”, Col. Pan Flauta, Editorial Sudamericana)

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