Cuento: Verde que te quiero verde
Aquella mañana salió un sol color melón que sacó al hombrecito de la cama tibia.
Se desperezó y dejó escapar, pájaro a pájaro, una bandada de bostezos. Luego corrió a poner la pava roja al fuego.
La pava silbó y se despertó el pájaro que se sacudió y se acercó a beber a la pileta de la cocina.
La pajarita picoteaba migas en la mesa y los pichones se bañaban en tres tacitas para café.
Después se pusieron a silbar como todas las mañanas.
Silbidos enrulados, silbidos color agua fresca y color veleta movida por el viento.
El hombrecito los escuchaba atentamente porque algo raro había en el silbido de los pájaros. Algo parecido a la inquietud.
El día era una sola luz y la casita estaba como recién nacida. Entonces el hombrecito no dio más de ganas de tomar mate, mientras trataba de descifrar qué pasaba con el canto de los pájaros.
Se fue a buscar el mate y ahí vino el lío: no había ni pizca de verde, verde yerba. El mate estaba allí, bocón y solo, tristón y redondo, vacío, con la bombilla desmayada a su lado, porque no había yerba, porque la yerba se había ido con todas las cosas verdes. Nada verde había quedado en los alrededores de la casa.
Ni el canto de los pájaros tenía una pizca de verde.
Al asomarse a la ventana el hombrecito no vio su limonero verde, que de pronto se encendía de limones verdes y le alegraba el día verde durante los tiempos verdes.
Y el hombrecito dio vueltas y vueltas por la casa. Entraba y salía seguido por los pájaros. Hasta que dijo de pronto:
—¡Ah no! – porque se acordó del árbol verde de navidad y de las uvas verdes y de los verdes bichos de luz y del picaflor con chispazos verdes.
Pero sobre todo, del verde, verde, sabor del mate. Y de las hojas del limonero.
—¡Ah no! – dijo.
Ya eran demasiadas cosas que se habían ido por verdes.
Se habían ido las langostas y las lagartijas y los caramelos de menta y las ranas del charco y los zapallitos para hacer rellenos y, y, y.
El hombrecito estaba triste, con una tristeza negra.
Los pájaros, un poco marchitos, trataban de alegrarlo haciéndole piojito con el pico. Ellos también se habían quedado sin el limonero y sin azahares y sin abejas de panzas rayadas que vinieran a zumbar bajo el sol.
La casa era un destello. Pero el hombrecito y los pájaros la estaban viendo un poco gris.
Se desperezó y dejó escapar, pájaro a pájaro, una bandada de bostezos. Luego corrió a poner la pava roja al fuego.
La pava silbó y se despertó el pájaro que se sacudió y se acercó a beber a la pileta de la cocina.
La pajarita picoteaba migas en la mesa y los pichones se bañaban en tres tacitas para café.
Después se pusieron a silbar como todas las mañanas.
Silbidos enrulados, silbidos color agua fresca y color veleta movida por el viento.
El hombrecito los escuchaba atentamente porque algo raro había en el silbido de los pájaros. Algo parecido a la inquietud.
El día era una sola luz y la casita estaba como recién nacida. Entonces el hombrecito no dio más de ganas de tomar mate, mientras trataba de descifrar qué pasaba con el canto de los pájaros.
Se fue a buscar el mate y ahí vino el lío: no había ni pizca de verde, verde yerba. El mate estaba allí, bocón y solo, tristón y redondo, vacío, con la bombilla desmayada a su lado, porque no había yerba, porque la yerba se había ido con todas las cosas verdes. Nada verde había quedado en los alrededores de la casa.
Ni el canto de los pájaros tenía una pizca de verde.
Al asomarse a la ventana el hombrecito no vio su limonero verde, que de pronto se encendía de limones verdes y le alegraba el día verde durante los tiempos verdes.
Y el hombrecito dio vueltas y vueltas por la casa. Entraba y salía seguido por los pájaros. Hasta que dijo de pronto:
—¡Ah no! – porque se acordó del árbol verde de navidad y de las uvas verdes y de los verdes bichos de luz y del picaflor con chispazos verdes.
Pero sobre todo, del verde, verde, sabor del mate. Y de las hojas del limonero.
—¡Ah no! – dijo.
Ya eran demasiadas cosas que se habían ido por verdes.
Se habían ido las langostas y las lagartijas y los caramelos de menta y las ranas del charco y los zapallitos para hacer rellenos y, y, y.
El hombrecito estaba triste, con una tristeza negra.
Los pájaros, un poco marchitos, trataban de alegrarlo haciéndole piojito con el pico. Ellos también se habían quedado sin el limonero y sin azahares y sin abejas de panzas rayadas que vinieran a zumbar bajo el sol.
La casa era un destello. Pero el hombrecito y los pájaros la estaban viendo un poco gris.
FIN
El hombrecito verde y su pájaro
Laura Devetach
Myriam Holgado (Ilustrador)
Colección: Pajarito Empilchado
Editorial: Ediciones Colihue
Año de edición: 1987
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