Cuento: Un viaje en locóptero
Autora: Silvia Schujer
(el simple y complicado, lento y más veloz vehículo del mundo)
No es una nave espacial, nos dijo. Ni un barco ni un tren. No es un helicóptero, nos dijo. Ni un avión, ni un triciclo ni una canoa. No anda con ruedas, nos dijo. Ni con alas ni a motor.
El locóptero es el locóptero, nos dijo. Un medio de transporte muy veloz que va más despacio que ninguno.
Se desplaza sin moverse del lugar. Se pone en marcha sin arranque. Y a diferencia del resto, el locóptero jamás puede chocar.
El que no crea, que se suba, nos dijo. Y muchos aceptamos semejante invitación.
Había lugar para todos. Hasta para los que jamás se subirían. Así es que nos ubicamos fácilmente y en un cerrar de ojos el viaje comenzó.
A poco de andar, divisamos una gruesa montaña hundida. Violeta como las mandarinas. Al instante, un parque blanco como los tomates y picante como un clavel.
Este lugar nos gusta, dijimos al mismo tiempo. Y el locóptero estacionó en el acto.
Pero no pudimos descender porque sólo había escaleras para subir.
Esta es la estación “Espumas”, nos dijo. Aquí vienen a pasar sus vacaciones las mariposas a rayas y las cebras con alas. Ya que no es posible bajar, quien se asome por la ventanilla podrá comprobar lo que digo, nos dijo. Nos asomamos entonces y, efectivamente, una enorme burbuja abrió los brazos para darnos la bienvenida a la estación “Espumas”.
Sin ajustar los cinturones, ni elevarnos, ni escapar, el locóptero retomó la marcha y seguimos viajando sin apuro.
Tropezamos con un pozo de viento caliente y, sin saber que estábamos en las tierras heladas del Sol, cambiamos el rumbo y nos fuimos derechito hacia otra parte más cercana. Todo era maravilloso.
Los paisajes hablaban. Los colores hacían un sonido parecido al de la música más luminosa. Relámpagos y refusilos pronosticaban un copioso terremoto de chocolate sobre extensos mares sembrados de rabanitos.
Sí, recuerdo que todo era maravilloso. La Tierra se distinguía perfectamente y sin largavistas. Su extraña forma cuadrada se suspendía en el espacio como el globo de un globero celeste. Racimos de batatas colgaban de la luna verde. las estrellas salían a chorros del caño de escape del locóptero. Los perros, en bandadas, volaban elegantes dando ladridos silenciosos.
Todo era maravilloso hasta que de pronto…
—¡Agárrense fuerte los codos! —nos dijo. Y un miedo con sonido a latas se apoderó de todos nosotros.
—¡Apoyen los pies sobre el techo! ¡No dejen que las orejas se escapen de sus cabezas! ¡Sostengan el ombligo en la panza! Y sobre todo, ¡Desabróchense pronto las manos!, nos dijo.
Algo había sucedido al locóptero. Un desperfecto imprevisto que ni el dueño sabía arreglar.
O probábamos entre todos, o jamás regresaríamos del viaje.
Primero intentamos arreglarlo deshojando una margarita con un destornillador. Pero no pasó nada.
Entonces hicimos estornudar a las bujías y sonamos la nariz a los frenos. Y tampoco pasó nada.
Entonces revisamos con cuidado las ventanillas y a cada una le enroscamos una tuerca acaramelada. Y no pasó nada.
Entonces desarmamos la palanca de cambios, es decir la cambiamos por un plumero.
Y cuando ya no se nos ocurría más nada que hacer y la desesperación era más ventosa que un suspiro de mosquito, el locóptero como si tal cosa (y por su propia cuenta) pronunció el primer movimiento. Un movimiento quietito, quietito. Que no iba ni para atrás ni para adelante. Ni hacia arriba ni hacia abajo.
Así, durante un largo trayecto de medio segundo, el viaje llegó a su fin.
Salimos por las puertas de entrada, como es natural. Y convencidos de que el locóptero es único, decidimos contentos volver cada cual a su casa.
—¡Vengan pronto!, —nos dijo. Y lo perdimos de vista.
Muchas cosas me asombraron camino a casa. Los semáforos, por ejemplo, con luz verde, amarilla y roja. Los autos, por ejemplo, andando todos sobre sus cuatro ruedas. El cielo, por ejemplo, de color celeste celeste. La gente, por ejemplo, usando sus dos piernas para caminar. Creí que estaba loca.
Pero no, no. Enseguida me di cuenta de que así son las cosas cuando uno no está subido al locóptero.
Autora: Silvia Schujer
FIN
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