Barbapedro era mi tío marinero.
Cuando yo lo conocí, Barbapedro vivía en un viejo barco de carga, allí en el Riachuelo.
Vivía solo. Bueno, solo es un decir. Vivía con un gato montés rengo y casi ciego, un gallito pintado que comía con servilleta, un mono que tomaba mate cocido en jarro de lata y muchos, muchísimos pájaros.
Cuando mi tío pasaba, siempre vestido de negro, con su barba enrulada y sus pelos larguísimos al viento, la gente de La Boca se codeaba con disimulo y se hablaba en la oreja.
Pero mi tío bajaba a tierra muy de cuando en cuando.
—La tierra me da calambres. Los malditos me mueven el piso —decía mi tío mientras volvía tambaleándose a su barco.
—¿Quiénes son los malditos, tío? —preguntaba yo.
Para qué. Mi tío Barbapedro nunca contestaba. El no era como otras personas a las que uno les pregunta "¿Qué hora es?" y contestan, por ejemplo, "Las ocho y media", o "Las cinco y cuarto". No, señor. El solamente hablaba de lo que le daba la gana.
A veces estaba días sin abrir la boca. Otras veces hablaba y hablaba y me contaba historias maravillosas de barcos hundidos, de tormentas terribles, de monstruos del mar.
Con los animales sí que hablaba:
—¿Le anda doliendo la patita? Bueno, bueno, ya se la vamos a arreglar... Y a usted, ¿qué bicho le picó que anda tan triste?
Porque la gente de La Boca, aunque lo miraba de reojo a mi tío, sabía que era el mejor en eso de curar animales enfermos. Por eso se los llevaba.
Un día en que ya no quedaba en el barco ni un poquito de yerba ni un grano de alpiste, mi tío Barbapedro quiso bajar a tierra.
Apenas puso el pie en la tabla para empezar a cruzar, pegó un grito espantoso:
—¡Los malditos me quitan el aire! —y se metió en el barco para siempre.
Mi tío Barbapedro sabía darse todos los gustos.
Si un día se levantaba con ganas decía:
—Me parece que hoy es Año Nuevo.
Entonces ponía el barco de punta en blanco, todo adornado con banderitas de colores y, por unos días, nadie les veía el pelo ni a mi tío ni al barco.
Como trabajador, era trabajador mi tío Barbapedro.
En un barco siempre hay mucho para hacer, ni qué decir con tanto bicho.
Y había que verlo a mi tío cuando se armaba alguna gresca entre los animales:
—¿A qué viene el alboroto, caracho? Usted y usted, ¿andan con ganas de un remojón?
Cada tanto yo me sentía un poco triste. Un día me animé y le dije:
—Tío, ¿me deja traer un amigo del barrio, que lo quiere conocer?
Como siempre, mi tío no me contestó nada.
Entonces yo pensé que sí me dejaba y lo traje a mi amigo.
Cuando mi tío sacó el mate y la pava, nosotros nos acercamos un banquito.
Mi tío le echó al mate cascarita de naranja y después nos miró con unos ojos tan serios que mi amigo se apretó contra mí.
—Tranquilo —le dije a mi amigo.
Entonces mi tío empezó a contar:
—Cuando mi papá vino de Génova, sólo traía tres monedas de oro en la mano...
Y así siguió y siguió hasta que empezó a hacerse de noche.
Mi amigo se levantó y se fue. Tan entusiasmado estaba mi tío, que ni cuenta se dio...
No sé bien cómo pasó, pero poco a poco todos los chicos de La Boca se tomaron la costumbre de ir a oír los cuentos de mi tío.
A veces se venían con algún pájaro lastimado o con algún cachorro que nadie quería...
Mi tío Barbapedro ya era bastante famoso. Hasta gente de otros barrios venía a traerle sus animalitos enfermos.
Señoras perfumadas y señores con chaleco que bajaban de coches brillantes.
Eso sí, mi tío no ponía un pie fuera del barco ni, por supuesto, contestaba preguntas.
Algunos, cuando lo veían, se tapaban la boca con la mano y se iban corriendo. Otros se reían.
La cuestión es que, como muchos no volvían nunca a buscar sus animales, el barco se llenó de tal manera que ya ni caminar tranquilo se podía.
Una noche lo noté raro a mi tío. Dos o tres veces, mientras nos contaba los cuentos, se quedó en silencio, mirándonos a uno por uno con los ojos como cansados.
Pero lo más extraordinario sucedió después, cuando los chicos se fueron y nos quedamos solos.
Entonces yo, de puro distraído, le pregunté sin darme cuenta:
—¿Le pasa algo, tío?
Mi tío Barbapedro, tocándome la cabeza, me dijo:
—Nada, Barbangelito, me siento muy bien hoy... Vaya, vaya a dormir...
No lo podía creer. Por primera vez en la vida, mi tío me había contestado y —lo más extraño— ¡me había llamado por mi nombre!
Mi tío empezó a encender todas las luces del barco y yo me fui para mi casa.
Caminé por la costa. Al darme vuelta, como hacía siempre, pensé que nunca había visto el barco tan iluminado, ni en Año Nuevo...
Parecía una estrella el barco.
Esa noche no pude dormir.
A la mañana siguiente, bien temprano, me fui para el río.
No me sorprendí. Sabía que el barco ya no estaba.
—Va a volver. Uno de estos días va a volver —decía la gente de La Boca.
Pero yo sabía que mi tío Barbapedro se había perdido para siempre en el río.
FIN
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