La Momia entró al aula y todos se pusieron de pie.
—Buenas tardes —saludó.
—Bue-nas-tar-des-se-ño-ri-ta —le contestaron.
La Momia se puso los anteojos, sacó del escritorio el cuaderno de asistencia y empezó a pasar lista:
—Drácula.
—¡Presente!
—Frankenstein.
—¡Presente!
Y siguió:
—¡Garramunda!
—¡Pdecente, ceñodita! —contestó una bruja ceceosa.
—¿Dónde está el Lobisón? —preguntó la Momia—. ¿Hoy también faltó?
Un espectro verdoso se levantó de su asiento y dijo respetuosamente:
—Sí, faltó. Me mandó decirle que su abuelita todavía está enferma.
En el fondo del salón dormía un joven ogro. Roncaba como un santo. Era uno de los más grandes y había repetido seis veces primer grado.
La Momia lo despertó tirándole el borrador en la nuca. Era su alumno favorito.
Por fin, todos estuvieron listos para empezar la clase. No volaba una mosca.
La Momia se plantó frente al pizarrón y se aclaró la garganta.
—Buem. Abran el manual en la página 62. Hoy vamos a aprender a atravesar paredes, algo muy útil en la vida. Si lo aprenden como es debido podrán aterrorizar a mucha gente y hacer de veras ¡muuuuucho daño a la humanidad!
Aquí la Momia se emocionaba. Siempre que hablaba de hacer daño a la humanidad se le humedecían los ojos.
Frente al libro abierto, los alumnos leían a coro. El Atravesamiento de Paredes era una lección más bien práctica. Uno a uno fueron ejercitándose.
Primero atravesaron una plancha de telgopor.
Después una madera de dos pulgadas.
Por último, tenían que atravesar la pared que daba al salón de actos, de donde los echaban porque un grupo de compañeritos estaba ensayando “La canción de la araña”.
El más hábil de todos resultó ser el fantasma. Eso de atravesar paredes se lo habían enseñado sus padres de chiquito.
También había un vampiro bastante habilidoso. Atravesaba con elegancia.
Hacia el final de la clase le tocó el turno a Frankenstein.
La maestra lo llamó al frente.
Pasó.
Se ajustó el cinturón, se llenó los pulmones de aire para hacerse más esponjoso, cerró los ojos y avanzó decidido hacia la pared.
Muchos años después, ya jubilada, la Momia seguiría recordando aquel día extraordinario.
El choque fue terrible.
La cabeza de Frankenstein sonó como una caja de tuercas lanzada contra una escollera, pero él ni pestañeó. Un salpicón de bisagras, remaches, astillas y peladuras roció a todos los que estaban.
La maestra pegó un grito creyendo que su alumno se desarmaba. Corrió a ayudarlo, pero Frankie estaba decidido a avanzar.
Y avanzó.
Era un muchacho sólido, tenía amor propio, y no lo iba a detener una pared.
Pasar, pasó.
Abrió un boquete de cuatro metros por dos y arrasó el piano que estaba del otro lado. Los integrantes del coro aplaudieron. Detrás de él la pared entera se derrumbó y con ella parte del cielorraso. Unas grietas horrorosas aparecieron en el techo del salón de actos.
A Frankenstein le pareció un triunfo total. Estaba dispuesto a demostrarle a su maestra lo bueno que era para esas cosas. Así que arremetió contra la pared que daba al patio con el ímpetu de un tren de carga.
Alumnos y maestros empezaron a correr hacia la calle porque el edificio entero se resquebrajaba. Los murciélagos levantaron vuelo en estampida.
Frankie siguió atravesando paredes, una tras otra, siempre con el mismo éxito.
Cuando atravesó la última, el edificio, viejo y ruinoso como era, se vino abajo.
Desde la vereda de enfrente, todos miraban alborotados el radiante cataclismo. El portero tosía en medio del polvo desmoronado.
La Momia corrió a rescatar a Frankenstein de entre los escombros. Estaba averiado pero contento. Enseguida le vendó las partes machucadas. Después lo miró babeante de orgullo y le dio un beso.
Evidentemente no era lo bastante transparente, poroso y aéreo como para atravesar paredes. Pero en cambio, era un genio para los derrumbes. En toda su vida de maestra nunca había visto una catástrofe tan completa. Se imaginó que con un poco de práctica Frankie podía causar desastres mundiales.
Ese mes le escribió en la libreta de calificaciones: “Te portas cada día peor. ¡Adelante! ¡Sigue así!”
FIN
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