lunes, 30 de noviembre de 2020

CUENTO: UN GATO COMO CUALQUIERA de Graciela Montes



Había una vez un gato de ojos verdes, pelo gris y cola larga. De modo que era un gato parecido a muchos otros gatos. Pero, eso sí, era un gato de bolsillo. Del bolsillo de Aníbal Gobi, guarda de tren del ferrocarril Mitre.

Mientras Aníbal Gobi picaba los boletos con su máquina picadora el gato apenas espiaba desde el borde del bolsillo de su chaqueta marrón.

El Gato de Bolsillo no se acordaba de nada que no fuese el bolsillo de Aníbal Gobi. Tal vez había nacido en el Galpón de la Esquina, o en la Casa de al Lado, o en el Jardín de Atrás. Pero lo cierto es que hacía mucho, muchísimo tiempo que vivía en el bolsillo.

Al Gato de Bolsillo el bolsillo le parecía mucho más lindo que el resto de los lugares del Mundo Grande. El bolsillo era tibio, blando, suave, oscuro, tenía pelusas que hacía cosquillas y era muy fácil acurrucarse en el fondo. El Mundo Grande, en cambio, era frío y caliente, duro y líquido, áspero y liso, negro y brillante; tenía zapatos, ramas, relojes, caras, ruedas y Gatos Peligrosos. Era muy difícil acurrucarse en el Mundo Grande.

Eso, al menos, era lo que pensaba el Gato de Bolsillo hasta las cuatro y cinco de la tarde del segundo jueves del mes de octubre, porque a las cuatro y diez de la tarde del segundo jueves del mes de octubre, mientras estaba asomado al borde del bolsillo, observando tranquilamente cómo Aníbal Gobi le picaba el boleto a una señora colorada, el gato vio algo nuevo, algo nunca visto en el Mundo Grande: un ratón de cola de piolín y ojos brillantes, un Ratón Cualquiera, que miraba pasar el tren desde atrás de un poste de la estación Belgrano R.

El Gato de Bolsillo vio al Ratón Cualquiera y enseguida notó que ya era hora de salir del bolsillo de Aníbal Gobi. En el bolsillo de Aníbal Gobi jamás había habido ratones de ojos brillantes y cola de piolín.

El Gato de Bolsillo saltó y apoyó sus patas acolchadas en el piso del tren. Volvió a saltar y cayó en el piso de la estación. El Ratón Cualquiera lo vio, dio media vuelta y empezó a correr por la calle Zapiola, con el Gato de Bolsillo atrás, corriendo y corriendo, corriendo como no había corrido nunca.

Como el Ratón Cualquiera estaba mucho más acostumbrado al Mundo Grande que el Gato de Bolsillo, ganó la carrera y encontró un agujerito donde meterse antes de que el Gato de Bolsillo pudiese sujetarle la cola con la pata.

Entonces el Gato de Bolsillo supo que estaba solo en el Mundo Grande, sin pelusas y lleno de Gatos Peligrosos.

El Gato de Bolsillo les tenía muchísimo miedo a los Gatos Peligrosos. Aníbal Gobi siempre le hablaba de ellos mientras le rascaba las orejas; le había contado que tenían garras afiladas, maullidos malévolos y el cuerpo lleno de horribles cicatrices. El Gato de Bolsillo, en cambio, tenía las uñas cortas porque Aníbal Gobi se las cortaba puntualmente todos los lunes a la noche; maullaba bajito y sólo cuando tenía hambre, y tenía un pelaje liso, entero y sin marcas.

Pensando en los gatos Peligrosos el Gato de Bolsillo se acurrucó detrás de una bolsa de basura. Mientras oía el ruido de los autos y seguía con los ojos los zapatos que iban y venían por la calle, gemía en voz baja: extrañaba muchísimo el bolsillo.

Los zapatos se fueron yendo poco a poco y, poco a poco también, se vino la Verdadera Noche. Y fue entonces que aparecieron uno a uno, uno tras otro, los Gatos Peligrosos.

Los Gatos Peligrosos eran silenciosos como todos los gatos. A veces eran rapidísimos y otras veces muy lentos, como todos los gatos. Y, como todos los gatos, tenían bigotes largos, ojos verdes y amarillos y cola larga.

Pero eran peligrosos. El Gato de Bolsillo enseguida notó que eran peligrosos.
Porque arqueaban el lomo.

Porque maullaban hacia el cielo mostrando las gargantas.

Porque abrían la pata y mostraban las uñas, larguísimas y afiladas.

Cinco Gatos Peligrosos se acercaron al Gato de Bolsillo y los cinco arquearon el lomo, maullaron hacia el cielo y mostraron las uñas. El Gato de Bolsillo los miró con sus ojos verdes y vio que también ellos tenían verdes los ojos.

Entonces pasaron cosas importantes: el gato de Bolsillo arqueó el lomo; después maulló hacia el cielo y los Gatos Peligrosos le vieron la garganta; después abrió la pata y mostró las uñas, que no eran tan largas ni tan afiladas, pero ya le estaban creciendo.

Entonces pasó otra cosa importante: un Ratón Cualquiera. Y los seis gatos- un Gato de Bolsillo y cinco Gatos Peligrosos- echaron a correr. Todos persiguieron, todos saltaron tapias, todos esquivaron árboles y se escabulleron debajo de los autos estacionados.

Y pasaron más cosas esa noche. El Gato de Bolsillo se peleó con un Gato Peligroso, pegó un salto muy alto, corrió una carrera, escarbó la tierra, encontró un poco de leche en el fondo de una bolsa de basura y se afiló las uñas en al pared de piedra.

Y cuando ya empezaba a clarear los seis gatos- un Gato de Bolsillo y cinco Gatos Peligrosos- se fueron al Baldío de Enfrente y encontraron un rincón oscuro, tibio y suave arriba de un montón de trapos viejos. Y se enroscaron a dormir todos juntos.

Entonces el gato de Bolsillo supo que en el Mundo Grande no sólo había ratones de ojos brillantes y cola de piolín; también había bolsillos llenos de pelusa.


FIN

 

viernes, 27 de noviembre de 2020

CUENTO: LOS REYES NO SE EQUIVOCAN de Graciela Cabal



Julieta terminó de lustrar los zapatos de ir a la escuela. Cierto que ella hubiera preferido poner las zapatillas rosas con estrellitas, las que le había regalado su madrina para el cumpleaños número seis. Pero la mamá dijo que esas zapatillas eran una pura hilacha y que qué iban a pensar los Reyes Magos.

–Ya que estamos, Julieta –aprovechó la mamá–, dámelas que te las tiro de una vez por todas a la basura.

Porque a la mamá de Julieta no le gustaban las cosas gastadas o con agujeros. Tampoco le gustaban las cosas sucias o desprolijas. Y siempre tenía la casa limpia, reluciente y olorosa a pino. Debía de ser por eso que la mamá de Julieta no podía ni oír hablar de perros.

–Perros en esta casa, jamás –decía–. Los perros ensucian, rompen todo y traen pestes. Así que en la casa de Julieta no había perros, había tortuga. Y no es que Julieta no le tuviera cariño a la Pancha. Pero la Pancha era medio aburrida, y se la pasaba durmiendo en su caja. Lo que Julieta quería –y lo quería con toda el alma– era un perro. Un perro que le lamiera la mano y la esperara cuando ella volvía de la escuela. Un perro que le saltara encima para robarle las galletitas. Por eso Julieta le había pedido un perro a los Reyes. Y los Reyes se lo iban a traer, porque siempre le habían traído lo que ella les pedía.

¿Y su mamá? ¿Qué diría su mamá del perro?, se preguntó Julieta y el corazón le hizo tiquitiqui toc toc.

Pero enseguida pensó que su mamá no iba a tener más remedio que aguantarse, porque uno no puede andar despreciando los regalos de los Reyes.

–¡Julieta! –dijo la mamá– Sacá la basura a la calle y vení a comer...

A Julieta no le gustaba nada sacar la basura, pero hoy tenía que portarse muy bien porque era un día especial. Así que agarró la bolsa de la basura –con sus zapatillas adentro, claro– y, sin protestar, atravesó el pasillo y la dejó en la vereda, al lado del arbolito.

Mientras hacía esfuerzos por dormirse, Julieta pensó que ella, a veces, no la entendía a su mamá. ¿No era, acaso, que los Reyes Magos, tan poderosos y tan ricos, se habían atravesado el mundo entero para ir a llevarle regalos a un pobrecito bebé que ni cuna tenía? ¿Y esos Reyes se iban a asustar de sus zapatillas gastadas? Pero bueno, mejor pensar en el perro, que a ella le encantaría blanco y medio petiso. Y Julieta se quedó dormida.

A la mañana siguiente, Julieta se despertó tempranísimo. Allí, junto a sus zapatos brillantes, estaba el perro.

–¿Viste, nena? –dijo la mamá–. ¡Un perro, como vos querías! Mirá: si le tirás de acá, mueve la cola y las orejas...¿Estás contenta?

No. Julieta no estaba contenta. El perrito que le habían traído los Reyes era más aburrido que la Pancha. Porque la Pancha, por lo menos, estaba viva, aunque a veces mucho no se le notara. Este perrito no le lamería la mano a Julieta, ni le robaría las galletitas, ni nada de nada.... ¿Es que los Reyes se habían equivocado?

Pero cuando, al rato nomás, Julieta salió a comprar la leche, pensó que no, que los Reyes Magos nunca se equivocan: al lado del árbol, con una de sus zapatillas entre los dientes y la otra entre las patas, había un perrito blanco y medio petiso. El perrito la miró a Julieta y, sin soltar las zapatillas, le movió la cola. Entonces Julieta lo agarró en brazos y corrió a su casa gritando:

–¡¡Mamaaaá!! ¡¡Mamaaaá!! ¡¡Los reyes me pusieron uno de verdad en las zapa!!

La mamá salió al pasillo y lo único que dijo fue: –¡Ay, mi Dios querido!

Pero se ve que no se animó a despreciar un regalo hecho por los mismísimos Reyes, porque después de un rato de mirarla a la hija y al perrito, agregó por lo bajo: –Entren nomás, que este perrito necesita un baño de padre y señor mío...




FIN


 

jueves, 26 de noviembre de 2020

CUENTO: UNA HISTORIA DE AMOR de Graciela Cabal



Allá en el norte de nuestro país, junto a las altas y escarpadas montañas, y hace tantísimos años que ya nadie recuerda cuántos, vivía una jovencita linda como una flor.

Tan linda y tan buena era, que todos los muchachos del lugar suspiraban por ella, con unos suspiros que, de tan fuertes, hacían mover las copas de los árboles.

Los más atrevidos, al verla pasar -con esas trenzas negras y brillantes y esos ojos profundos- no podían dejar de decir, por lo bajo:

–Adiós mi florcita de la montaña…

Había uno, al que llamaban el Cóndor, que siempre se quedaba callado, pero la miraba a la niña de una manera que ella tenía que bajar la cabeza.

Y aunque el Cóndor era el joven más fuerte y bien plantado del pueblo, Flor (como ya le decían todos) no quería saber nada con él. Porque era un bravucón y un pendenciero, y porque siempre andaba por ahí, alardeando de las muchas novias que tenía.

Además había otro motivo verdaderamente más importante; el corazón de Flor ya tenía dueño (aunque eso, tan sólo ella lo sabía).

Kenti -que así se llamaba el afortunado- no era lo que se dice un buen mozo. Más bien era -a qué negarlo- feo y debilucho. Un hombrecito gris e insignificante, una poquita cosa.

Pero el amor -como decía mi abuela y la abuela de mi abuela- es ciego. Y para Flor no había hombre más hermoso, más magnífico, más deslumbrante que su Kenti.

El joven -y en esto no hay nada de extraordinario- también la quería a Flor. Con una pasión loca la quería. Más que a su propia vida. Pero nunca jamás se había animado a decírselo. Porque… ¿qué derecho tenía él, que era menos que nadie, a que lo quisiera la muchacha más hermosa y más buena del mundo? ¿Eh?

Hasta que un día, Flor y Kenti se encontraron de improviso en una vuelta del camino. Y se miraron de frente, a los ojos…

Desde ese momento, el pequeño hombrecito gris y la esplendorosa Flor de la montaña fueron lo que se dice el uno para el otro.

En el pueblo nadie lo podía creer.

-Miralo vos, el mosquita muerta ése.

Bien guardado que se lo tenía el muy falso -decían entre aspavientos los chismosos que nunca faltan.

Pero otros, más entendidos en cosas de la vida, opinaban, moviendo la cabeza:

-Algo le habrá visto la Flor a Kenti… ¡Uno nunca sabe!

El que estaba tan furioso que se lo llevaban los vientos era Cóndor.

-¡Hacerme esto a mí, justamente a mí! -decía entre gruñidos-. ¡Ese mequetrefe esmirriado no tiene idea de con quién se metió! En cuanto a ella -agregaba con ojos sombríos-, me la llevo… ¡Si no es por las buenas va a tener que ser por las malas!

Tan seguro estaba de lo que decía, que empezó a preparar su casa, allá en lo más alto de la montaña, para llevársela a Flor.
Y no dejaba de repetir una y otra vez con una voz que metía miedo:

-¡Ya le voy a bajar los humos a esa cocorita! ¡Faltaba más!

Claro que Flor y Kenti estaban más allá de chismorreos y amenazas.

Y Kenti ya no era el poquita cosa que todos habían conocido.
Ahora se sentía fuerte e invencible y hasta -¿por qué no decirlo?- hermoso. (Dicen que es así como uno se siente cuando alguien lo quiere de verdad.)

Pero un negro día todo cambió.

Fue el negro día que Cóndor, loco de celos, robó a la bella Flor.
Y con ella en brazos, desvanecida de dolor, empezó a trepar la escarpada montaña, rumbo a su casa.

Cuentan los más viejos -y así te lo cuento yo- que a medida que iba subiendo, el apuesto joven se transformaba en un ave de aspecto temible, negro plumaje y pico encorvado.

Cuentan que el ave echó a volar, sosteniendo a Flor entre sus garras, y que llegó hasta la cumbre más alta de la más alta montaña, donde, en una grieta, depositó a la pobre niña.

Cuando Kenti se enteró de lo ocurrido creyó morir.
Desesperado, tomó una lanza, y aunque estaba lleno de rabia y de coraje se dio cuenta de que era poco lo que podía hacer. Así que decidió pedir ayuda.

¿Y a quién iba a pedir ayuda Kenti si no era a la Pachamama, la Gran Madre que cuida los destinos de sus hijos?

A la Pachamama le gustó mucho el pequeño hombrecito valeroso y enamorado. Y para ayudarlo lo transformó en ave: una avecita gris, de pico largo y fino como minúscula lanza.

-Ahora a encontrar a tu Flor -le dijo la Gran Madre mientras lo sostenía en su enorme mano extendida. Y después le dio un soplido, que quiso ser suave, pero con semejante bocaza…

Kenti voló y voló hacia arriba, tan rápido que las alas apenas si se le veían.

Cuando llegó a la cumbre más alta de la más alta montaña, encontró a la niña, todavía sin sentido, en la grieta estrecha y tenebrosa.

Desesperado, Kenti volaba a su alrededor, abanicándola con sus pequeñísimas alas, rozándole apenas los labios, acariciando sus trenzas…

Flor finalmente despertó, y al hacerlo lanzó un grito de horror.

¿Cómo, de qué manera había llegado hasta allí?

Revoloteando, Kenti trataba de hacerse entender. Y Flor lo reconoció (Porque parece ser que los enamorados siempre se reconocen, aun en las más extrañas circunstancias.)

Al principio, Flor se alegró muchísimo, pero después se puso a llorar a los gritos.

¡Aunque ahora estaban juntos ella jamás sería capaz de bajar de esas alturas! Sólo un ser alado podría ayudarla… ¡Y Kenti era tan pequeño…!

Pero el enamorado no se dio por vencido. Y dirigiéndose a las flores, a las rocas, al viento, al río, a la tierra, clamó pidiendo ayuda:

-¡¡Por favor, por favor!! ¡Necesito ayuda para salvar a mi novia!

-¿Quién es esa avecita gris tan insignificante que anda metiendo barullo?- preguntaron las flores- Si por lo menos llevara nuestros colores podríamos hacer un esfuerzo y entender lo que pide… Pero con ese horrible color seguramente que no tiene nada importante que decir.

-¿Qué es lo que le pasa a ese minúsculo pajarito gris? -preguntaron las rocas al viento.

-No sé ni me importa -rugió el viento-. Siempre desconfié de las cosas grises, de chiquito nomás.

-Yo sé lo que dice -gritó el río-. Es un enamorado que pide ayuda para salvar a su novia…

-¿Enamorado? -la voz de la tierra sonó desconfiada-. No lo creo. Tengo entendido que los enamorados llevan un arco iris en el lugar del corazón. Y ese bichito gris -agregó desdeñosa-, evidentemente no tiene ningún arco iris en ninguna parte.

-¡¡Por favor, ayúdenme!! -seguía gritando Kenti mientras volaba enloquecido de un lado al otro.

-¡Que nos muestre los colores del arco iris y entonces lo ayudaremos! -dijeron las flores que ya estaban empezando a ablandarse.

-Nosotras también -afirmaron las rocas después de consultarse con la mirada (aunque parecían duras e inflexibles, también ellas tenían su corazoncito.)

-Y nosotros, por supuesto -dijeron el río y la tierra, que nunca querían ser menos.

El viento, que era un comedido, llevó el mensaje a Kenti.

De nuevo el avecita voló y voló en busca de la Pachamama.

-Gran Madre -le dijo-, vos que sos poderosa… ¡dame los colores del arco iris y así podré salvar a mi novia!

-Sea -dijo la Pachamama, que en general era de pocas palabras.

Y con su manaza gigantesca cubrió el cuerpo tembloroso, que en ese mismo momento se tiñó con los colores más espléndidos y brillantes del arco iris.

Como una joya alada, Kenti ascendió por el aire, tan velozmente que sus alitas multicolores apenas se distinguían. Y mientras subía iba gritando:

-¡Mírenme ahora! ¿Tengo o no tengo el color de los enamorados? ¿Eh?

-¿Quién lo duda? -dijo la tierra- Eso cualquiera lo puede ver…

-Hechos y no palabras -saltaron las rocas, mientras en medio de un estruendo infernal se iban acomodando para formar una gigantesca escalera.

-Para que no se lastimen los piecitos de la novia -susurraron las flores, entretejiéndose en una alfombra perfumada y colorida que cubrió los inmensos escalones.

-No tengas miedo de caerte, linda -rugió el viento que, sopla aquí, sopla allá, había fabricado una apretada red de lianas y enredaderas.

Entonces Flor, conducida por Kenti, empezó a bajar la escalera.

Al llegar al río, que corría caudaloso y en cascadas, los dos se detuvieron.

-Tranquila, Flor -dijo el río. Y se agachó, manso como un corderito.

-Un puente, aquí hace falta un puente -dijo la tierra.

Y en menos de lo que canta un gallo construyó uno, fuerte y seguro, que atravesó el río.

Con paso cada vez más firma, Flor seguía adelante. ¡Dentro de poco estaría junto a los suyos! Y eso gracias a Kenti…

De pronto la niña lanzó un grito.

Cóndor, el temible Cóndor, volaba hacia ella, rápido como una flecha, con las garras preparadas para llevársela de nuevo a las alturas. Pero la Pachamama, que había tenido un mal presentimiento mientras dormía la siesta, se apareció de repente.

-Éste ya me cansó -pensó mirándolo al Cóndor de reojo. (Después de todo la Pachamama también puede perder la paciencia.)

Y parece que el Cóndor le leyó los pensamientos a la Gran Madre, porque calladito y con las plumas por el suelo, pegó media vuelta y se fue como había venido.

Entonces la Pachamama la miró a Flor. Y después lo miró a Kenti, que apenas tenía la altura del dedo meñique de su novia.
No se sabe bien qué fue lo que se le cruzó por la cabeza a la Pachamama. Lo cierto es que con gesto preocupado lanzó aquella famosa frase:

-¡Esto así no va!

Y tomando a la muchacha en su enorme manaza, la fue achicando de a poquito (la verdad que la pobre chica no ganaba para sustos), hasta que la dejó convertida en una Flor pequeña, colorida y fragante, justito justito para alguien como Kenti, el picaflor.

-Ahora sí -se sonrió la Pachamama-. Nunca nadie los podrá separar.

Y se fue con paso cachaciento, a seguir durmiendo la siesta.



FIN


 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

CUENTO: BARBAPEDRO de Graciela Cabal Ilustraciones de Pez



Barbapedro era mi tío marinero.

Cuando yo lo conocí, Barbapedro vivía en un viejo barco de carga, allí en el Riachuelo.

Vivía solo. Bueno, solo es un decir. Vivía con un gato montés rengo y casi ciego, un gallito pintado que comía con servilleta, un mono que tomaba mate cocido en jarro de lata y muchos, muchísimos pájaros.

Cuando mi tío pasaba, siempre vestido de negro, con su barba enrulada y sus pelos larguísimos al viento, la gente de La Boca se codeaba con disimulo y se hablaba en la oreja.

Pero mi tío bajaba a tierra muy de cuando en cuando.

—La tierra me da calambres. Los malditos me mueven el piso —decía mi tío mientras volvía tambaleándose a su barco.




—¿Quiénes son los malditos, tío? —preguntaba yo.

Para qué. Mi tío Barbapedro nunca contestaba. El no era como otras personas a las que uno les pregunta "¿Qué hora es?" y contestan, por ejemplo, "Las ocho y media", o "Las cinco y cuarto". No, señor. El solamente hablaba de lo que le daba la gana.

A veces estaba días sin abrir la boca. Otras veces hablaba y hablaba y me contaba historias maravillosas de barcos hundidos, de tormentas terribles, de monstruos del mar.

Con los animales sí que hablaba:

—¿Le anda doliendo la patita? Bueno, bueno, ya se la vamos a arreglar... Y a usted, ¿qué bicho le picó que anda tan triste?

Porque la gente de La Boca, aunque lo miraba de reojo a mi tío, sabía que era el mejor en eso de curar animales enfermos. Por eso se los llevaba.

Un día en que ya no quedaba en el barco ni un poquito de yerba ni un grano de alpiste, mi tío Barbapedro quiso bajar a tierra.

Apenas puso el pie en la tabla para empezar a cruzar, pegó un grito espantoso:

—¡Los malditos me quitan el aire! —y se metió en el barco para siempre.

Mi tío Barbapedro sabía darse todos los gustos.

Si un día se levantaba con ganas decía:

—Me parece que hoy es Año Nuevo.

Entonces ponía el barco de punta en blanco, todo adornado con banderitas de colores y, por unos días, nadie les veía el pelo ni a mi tío ni al barco.

Como trabajador, era trabajador mi tío Barbapedro.

En un barco siempre hay mucho para hacer, ni qué decir con tanto bicho.

Y había que verlo a mi tío cuando se armaba alguna gresca entre los animales:

—¿A qué viene el alboroto, caracho? Usted y usted, ¿andan con ganas de un remojón?


Cada tanto yo me sentía un poco triste. Un día me animé y le dije:

—Tío, ¿me deja traer un amigo del barrio, que lo quiere conocer?

Como siempre, mi tío no me contestó nada.

Entonces yo pensé que sí me dejaba y lo traje a mi amigo.

Cuando mi tío sacó el mate y la pava, nosotros nos acercamos un banquito.

Mi tío le echó al mate cascarita de naranja y después nos miró con unos ojos tan serios que mi amigo se apretó contra mí.

—Tranquilo —le dije a mi amigo.

Entonces mi tío empezó a contar:




—Cuando mi papá vino de Génova, sólo traía tres monedas de oro en la mano...

Y así siguió y siguió hasta que empezó a hacerse de noche.

Mi amigo se levantó y se fue. Tan entusiasmado estaba mi tío, que ni cuenta se dio...

No sé bien cómo pasó, pero poco a poco todos los chicos de La Boca se tomaron la costumbre de ir a oír los cuentos de mi tío.

A veces se venían con algún pájaro lastimado o con algún cachorro que nadie quería...





Mi tío Barbapedro ya era bastante famoso. Hasta gente de otros barrios venía a traerle sus animalitos enfermos.
Señoras perfumadas y señores con chaleco que bajaban de coches brillantes.

Eso sí, mi tío no ponía un pie fuera del barco ni, por supuesto, contestaba preguntas.

Algunos, cuando lo veían, se tapaban la boca con la mano y se iban corriendo. Otros se reían.

La cuestión es que, como muchos no volvían nunca a buscar sus animales, el barco se llenó de tal manera que ya ni caminar tranquilo se podía.

Una noche lo noté raro a mi tío. Dos o tres veces, mientras nos contaba los cuentos, se quedó en silencio, mirándonos a uno por uno con los ojos como cansados.

Pero lo más extraordinario sucedió después, cuando los chicos se fueron y nos quedamos solos.

Entonces yo, de puro distraído, le pregunté sin darme cuenta:

—¿Le pasa algo, tío?

Mi tío Barbapedro, tocándome la cabeza, me dijo:

—Nada, Barbangelito, me siento muy bien hoy... Vaya, vaya a dormir...

No lo podía creer. Por primera vez en la vida, mi tío me había contestado y —lo más extraño— ¡me había llamado por mi nombre!

Mi tío empezó a encender todas las luces del barco y yo me fui para mi casa.

Caminé por la costa. Al darme vuelta, como hacía siempre, pensé que nunca había visto el barco tan iluminado, ni en Año Nuevo...

Parecía una estrella el barco.

Esa noche no pude dormir.

A la mañana siguiente, bien temprano, me fui para el río.

No me sorprendí. Sabía que el barco ya no estaba.

—Va a volver. Uno de estos días va a volver —decía la gente de La Boca.

Pero yo sabía que mi tío Barbapedro se había perdido para siempre en el río.



FIN

 

viernes, 20 de noviembre de 2020

CUENTO: EL ÁNGEL de Graciela Beatriz Cabal Ilustración de Pez



Cuando llegó el ángel, las brujas de la casa se escondieron en los agujeros del colador de fideos, que desde ese momento pasó a usarse como maceta.

Cuando llegó el ángel, el televisor se descompuso todos los días, justo a la hora de comer, y se arregló todos los días, justo a la hora de la novela y de los dibujitos.

Cuando llegó el ángel, los cuadros se enderezaron solos, las lámparas iluminaron el doble, y las ollas y sartenes quisieron brillar igual que la plata.

Cuando llegó el ángel, a los chicos se les fueron los piojos, a los rosales se les fueron los pulgones y a los perros no se les fueron las pulgas (los perros están muy encariñados con sus pulgas).

Cuando llegó el ángel, desapareció el olor a humedad y a remedio. (El olor a guiso y a pis de gato no desapareció, porque a los ángeles les encanta el olor a guiso y a pis de gato).

Cuando llegó el ángel, las canillas se negaron a seguir goteando. Y el teléfono se puso a sonar. Y el calefón calentó el agua sin meter tanto batifondo. Y, por primera vez en la vida, el reloj acertó a dar la hora.

Cuando llegó el ángel, se recibieron cartas y se mandaron cartas. Y se volvieron a festejar los aniversarios de casamientos y los cumpleaños (hasta los no-aniversarios de casamiento y los no-cumpleaños se festejaron).

Cuando llegó el ángel, florecieron los malvones, los alelíes y el gomero de la terraza (cosa de no creer). Y se escaparon las cotorras, la reina mora y el brasita de fuego. (La tortuga prefirió no escaparse, porque, pensó, adónde iba a ir).

Cuando llegó el ángel, nadie se olvidó de cerrar bien los cajones y las puertas de los muebles. Ni de tapar la azucarera. Ni de regar el árbol de la calle. Ni de lavarse las propias medias. (De lo que todos pero todos se olvidaron por completo fue de lavar las medias ajenas).

Cuando llegó el ángel, los chicos y los grandes se dijeron "permiso" y "gracias, corazón de mi vida" y "que tengas suerte", como si no fueran de la misma familia.

Muchas cosas maravillosas pasan en la casa de uno cuando llega el ángel.

Por eso siempre conviene dejar la ventana abierta.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FIN

 

jueves, 19 de noviembre de 2020

"Efemérides: Día de la Soberanía Nacional (20 de noviembre) - Canal Encuentro HD" en YouTube

 

 

 Canal Encuentro Video: Día de la Soberanía Nacional


CUENTO: GATOS ERAN LOS DE ANTES de Graciela Cabal




En el barrio de San Cristóbal era cosa sabida: Flor, la gatita de tres colores, era una gatita muy de su casa.

—¡Nada de andar por ahí, callejeando! ¡Mirá que se va a enterar tu padre! —le repetía su mamá.



Pero no era necesario. Porque a Florecida, la calle... ni fu ni fa. Además ella a su papá no le tenía miedo. Entre otras cosas porque apenas si lo había visto una que otra vez. Sabía, eso sí, que su papá era un gato muy renombrado y muy valiente, que se había animado a entrar a la Casa el día que Florcita nació y que le había traído de regalo una lauchita a cuerda. "Vengo a ver a mi hija", dicen que dijo aquella noche, mientras asomaba su enorme cabezota amarilla por la puerta del patio.

Pero esa era historia pasada.

La cuestión es que Florcita a su papá no le tenía ni un poquito de miedo.

"Pero, por otra parte", pensaba Florcita, "¿para qué voy a ir a la calle? ¿En la Casa no tengo todos los días mi leche tibia? ¿No tengo mi almohadón peludo, justo al lado de la ventana? Y sobre todo, ¿en la Casa no la tengo a mi mamá? Sí señor: Todo lo que necesito en la vida lo tengo en la Casa".

Cacique era un gato callejero. El más bravo de todos los gatos bravos del mercado de Pichincha.

Por algo era Cacique, el Jefe.

Y aunque Cacique era blanco, y aunque jamás hablara de su vida privada, se sabía de buena fuente que era hijo del Viudo, un gato negro y pendenciero que había llegado del Parque de los Patricios.


—¡De tal palo, tal astilla! —decían las gatas cuando lo veían pasar a Cacique, rengo y magullado, después de alguna gresca.

Cacique comía salteado y ya ni se acordaba del gusto de la leche.

Pero eso a él lo tenía sin cuidado.

Porque Cacique no había nacido para la vida regalada.

El había nacido para el peligro y la aventura.

Y el peligro y la aventura sólo se encuentran en la calle.



Estaba escrito que, tarde o temprano, Cacique y Flor se conocerían. Porque a Cacique le gustaba recorrer, una y otra vez, las calles del barrio.

Y porque Florcita se pasaba las horas mirando por la ventana de la casa.

Fue un amor a primera vista, un verdadero flechazo.



Y los amores a primera vista –dicen– cambian mucho la vida de los gatos.

Florcita ya no se interesaba por su laucha a cuerda.

—¡Quiero ver una laucha de verdad! —le había gritado a su mamá, que la miró asustada.


Florcita ya no se conformaba con mirar la calle desde la ventana.

Y cada día tenía los ojos más verdes y más brillantes.

Es que, ya se sabe: el amor envalentona mucho a las gatitas de su casa.



Cacique también andaba con el paso cambiado.

Ya no encontraba ninguna diversión en perseguir a los gatos del baldío.

Ya no le gustaba revolver los tachos de la basura.

Y varias veces, casi sin darse cuenta, había ronroneado mientras se restregaba contra las piernas de Don Victorio, el carnicero.



Los gatos del mercado Pichincha lo miraban de reojo a Cacique. Y hacían sus comentarios entre dientes.

Es que, ya se sabe: el amor les cambia el paso a los gatos callejeros.

Un día el mercado de Pichincha se conmovió con la noticia: esa misma noche, Sultán y su pandilla vendrían al barrio, a buscar pelea.

¡¡Sultán!! ¡¡El gran Sultán, el rey del Once!!

Un escalofrío recorrió el espinazo de todos los gatos del mercado.

De todos menos de Cacique, que últimamente siempre andaba como en otra cosa.

Los gatos del mercado se miraron muy preocupados. "¡Qué papelón!", se decían unos a otros. "Justo ahora que el Jefe anda más blandito que un flan".

"Qué van a decir, cuando se enteren, los gatos de Constitución... ¿Y los de la Boca?"

Cuando Sultán y su pandilla llegaron al mercado, todo el gaterío de San Cristóbal se acomodó para no perderse ni un detalle.



Entonces Sultán, que era un gato bastante leído y con pretensiones de actor, alzó bien la voz, como para que todos lo oyeran, y recitó:

—¡Andan por ahí diciendo que en San Cristóbal hay uno con fama de guapo!

(Todos lo miraron, pero Cacique ni miau).

Y Sultán siguió adelante:

—¡Quiero encontrarlo para que me enseñe a mí, que soy un pobre gato del Once, lo que es un gato de coraje!

Cuando Cacique se dio cuenta de que todos lo miraban a él, como esperando algo, se quedó un rato sin saber qué hacer. Hasta que, de repente, pareció reaccionar y, acercándose a Sultán con la pata extendida, le dijo:

—¡Buenas noches, compañero! ¡Bienvenido al barrio!

Ante semejante recibimiento, el gran Sultán, muy sorprendido, preguntó con su voz de todos los días:

—¿Y a éste, que bicho le picó?

Los gatos de San Cristóbal se tapaban la cara de vergüenza, mientras que los gatos del Once, sin poder aguantar la risa, lo miraban a Cacique y le hacían morisquetas.

Pero uno de San Cristóbal, al que le decían el Tuerto, no soportó tanta humillación y quiso salir en defensa del barrio:

—¡Digan que el Cacique anda en amores, que si no, ya iban a ver lo que es bueno!

Para qué habrá hablado.

Los del Once rodaban por el suelo de la risa. Y uno de los que más se reía era el gran Sultán.

—¡Jua, jua, jua! ¡Así que éste era el famoso Cacique! ¡Jua, jua, jua! ¡Y todo por una gatita de mala muerte! ¡Si gatitas es lo que sobra en este mundo! ¡Díganmelo a mí, que tengo 34 hijas mujeres! ¡Jua, jua, jua!

Pero la risa se le cortó de repente.

Porque, abriéndose paso entre todos esos gatos peligrosísimos, despeinada y con los ojos más brillantes que nunca, avanzaba Flor, la gatita tan de su casa, que venía a rescatar a su Cacique de las garras del malvado gato del Once.

Sultán se erizó como si hubiera visto al Gato-Diablo. Pero después empezó a derretirse como un helado.

—¿A ver, papá! —se encrespó Florcita. Y los ojos, de la rabia, eran apenas dos rayitas verdes —¿Me podés aclarar qué tenés contra el Cacique, vos?

—¡Pero Florcita! ¡Mi hijita preferida!

¡Corazoncito de papá...!

Los gatos de San Cristóbal y los gatos del Once se miraron con desconsuelo.

—¡Es que ya no se puede creer en nada —se decían moviendo la cabeza. —¡Gatos, lo que se dice gatos eran los de antes!

Y enfilaron todos juntos para el lado de Barracas.

Cacique y Flor empezaron a caminar despacito. Iban muy juntos y con las colas bien amarradas.

Un poco atrás venía Sultán. ¡Quién sabe qué ideas le daban vueltas y vueltas en su enorme cabezota amarilla!




FIN

20 de Noviembre - Día de la Soberanía Nacional

 

 

 

 

 

El 20 de noviembre de 1845 fuerzas argentinas resistieron la

 

invasión de la armada anglo-francesa en un recodo del río Paraná

llamado Vuelta de Obligado. La notable disparidad de fuerzas dio el

 triunfo a los invasores, pero la batalla perdida quedó en la historia

 como una heroica acción en defensa del territorio nacional. Por eso,

 se estableció esa fecha como Día de la Soberanía Nacional; y es 

imprescindible conocer los hechos y revivirlos con los estudiantes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La asombrosa excursión de Zamba en la Vuelta de Obligado - Canal Pakapaka

 

 

 

 


 

20 de noviembre de 1845 – La Vuelta de Obligado

El 20 de noviembre de 1845, siendo el general Juan Manuel de Rosas responsable de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, tuvo lugar el enfrentamiento con fuerzas anglofrancesas conocido como la Vuelta de Obligado, cerca de San Pedro. La escuadra agresora intentaba obtener la libre navegación del río Paraná para auxiliar a Corrientes, provincia opositora al gobierno de Rosas. Esto permitiría que la sitiada Montevideo pudiera comerciar tanto con Paraguay como con las provincias del litoral. El encargado de la defensa del territorio nacional fue el general Lucio N. Mansilla, quien tendió de costa a costa barcos “acorderados” sujetos por cadenas. La escuadra invasora contaba con fuerzas muy superiores a las locales. A pesar de la heroica resistencia de Mansilla y sus hombres, la flota extranjera rompió las cadenas y se adentró en el Río Paraná.

Fuente: Extracto para El Historiador del libro Los mitos de la historia argentina 2, de Felipe Pigna, Buenos Aires, Planeta. 2004.

Quizás uno de los aspectos más notables e indiscutidamente positivos del régimen de Rosas haya sido el de la defensa de la integridad territorial de lo que hoy es nuestro país. Debió enfrentar conflictos armados con Uruguay, Bolivia, Brasil, Francia e Inglaterra. De todos ellos salió airoso en la convicción –que compartía con su clase social- de que el Estado era su patrimonio y no podía entregarse a ninguna potencia extranjera. No había tanto una actitud nacionalista fanática que se transformaría en xenofobia ni mucho menos, sino una política pragmática que entendía como deseable que los ingleses manejasen nuestro comercio exterior, pero que no admitía que se apropiaran de un solo palmo de territorio nacional que les diera ulteriores derechos a copar el Estado, fuente de todos los negocios y privilegios de nuestra burguesía terrateniente.

En el Parlamento británico se debatía en estos términos el pedido brasileño y de algunos comerciantes ingleses para intervenir militarmente en el Plata a fin de proteger sus intereses: “El duque de Richmond presenta una petición de los banqueros, mercaderes y tratantes de Liverpool, solicitando la adopción de medidas para conseguir la libre navegación de el Río de la Plata. También presenta una petición del mismo tenor de los banqueros, tenderos y tratantes de Manchester. El conde de Aberdeen (jefe del gobierno) dijo que se sentiría muy feliz contribuyendo por cualquier medio a su alcance a la libertad de la navegación en el Río de la Plata, o de cualquier otro río del mundo, a fin de facilitar y extender el comercio británico. Pero no era asunto tan fácil abrir lo que allí habían cerrado las autoridades legales. Este país (la Argentina) se encuentra en la actualidad preocupado en el esfuerzo de restaurar la paz en el Río de la Plata, y abrigo la esperanza de que con este resultado se obtendrá un mejoramiento del presente estado de cosas y una gran extensión de nuestro comercio en esas regiones; pero perderíamos más de lo que posiblemente podríamos ganar, si al tratar con este Estado, nos apartáramos de los principios de la justicia. Pueden estar equivocados en su política comercial y pueden obstinarse siguiendo un sistema que nosotros podríamos creer impertinente e injurioso para sus intereses tanto como para los nuestros, pero estamos obligados a respetar los derechos de las naciones independientes, sean débiles, sean fuertes.

El canciller Arana decía ante la legislatura: ¿Con qué título la Inglaterra y la Francia vienen a imponer restricciones al derecho eminente de la Confederación Argentina de reglamentar la navegación de sus ríos interiores? ¿Y cuál es la ley general de las naciones ante la cual deben callar los derechos del poder soberano del Estado, cuyos territorios cruzan las aguas de estos ríos? ¿Y que la opinión de los abogados de Inglaterra, aunque sean los de la Corona, se sobrepondrá a la voluntad y las prerrogativas de una nación que ha jurado no depender de ningún poder extraño? Pero los argentinos no han de pasar por estas demasías; tienen la conciencia de sus derechos y no ceden a ninguna pretensión indiscreta. El general Rosas les ha enseñado prácticamente que pueden desbaratar las tramas de sus enemigos por más poderosos que sean. Nuestro Código internacional es muy corto. Paz y amistad con los que nos respetan, y la guerra a muerte a los que se atreven a insultarlo”.

Se ve que Su Graciosa Majestad decía una cosa y hacía otra, porque en la mañana del 20 de noviembre de 1845 pudieron divisarse claramente las siluetas de cientos de barcos. El puerto de Buenos Aires fue bloqueado nuevamente, esta vez por las dos flotas más poderosas del mundo, la francesa y la inglesa, históricas enemigas que debutan como aliadas, como no podía ser de otra manera, en estas tierras.

La precaria defensa argentina estaba armada según el ingenio criollo. Tres enormes cadenas atravesaban el imponente Paraná de costa a costa sostenidas en 24 barquitos, diez de ellos cargados de explosivos. Detrás de todo el dispositivo, esperaba heroicamente a la flota más poderosa del mundo una goleta nacional.

Aquella mañana el general Lucio N. Mansilla, cuñado de Rosas y padre del genial escritor Lucio Víctor, arengó a las tropas: “¡Vedlos, camaradas, allí los tenéis! Considerad el tamaño del insulto que vienen haciendo a la soberanía de nuestra Patria, al navegar las aguas de un río que corre por el territorio de nuestra República, sin más título que la fuerza con que se creen poderosos. ¡Pero se engañan esos miserables, aquí no lo serán! Tremole el pabellón azul y blanco y muramos todos antes que verlo bajar de donde flamea”.

Mientras las fanfarrias todavía tocaban las estrofas del himno, desde las barrancas del Paraná nuestras baterías abrieron fuego sobre el enemigo. La lucha, claramente desigual, duró varias horas hasta que por la tarde la flota franco-inglesa desembarcó y se apoderó de las baterías. La escuadra invasora pudo cortar las cadenas y continuar su viaje hacia el norte. En la acción de la Vuelta de Obligado murieron doscientos cincuenta argentinos y medio centenar de invasores europeos.

Al conocer los pormenores del combate, San Martín escribía desde su exilio francés: “Bien sabida es la firmeza de carácter del jefe que preside a la República Argentina; nadie ignora el ascendiente que posee en la vasta campaña de Buenos Aires y el resto de las demás provincias, y aunque no dudo que en la capital tenga un número de enemigos personales, estoy convencido, que bien sea por orgullo nacional, temor, o bien por la prevención heredada de los españoles contra el extranjero; ello es que la totalidad se le unirán (…). Por otra parte, es menester conocer (como la experiencia lo tiene ya mostrado) que el bloqueo que se ha declarado no tiene en las nuevas repúblicas de América la misma influencia que lo sería en Europa; éste sólo afectará a un corto número de propietarios, pero a la mesa del pueblo que no conoce las necesidades de estos países le será bien diferente su continuación. Si las dos potencias en cuestión quieren llevar más adelante sus hostilidades, es decir, declarar la guerra, yo no dudo que con más o menos pérdidas de hombres y gastos se apoderen de Buenos Aires (…) pero aun en ese caso estoy convencido, que no podrán sostenerse por largo tiempo en la capital; el primer alimento o por mejor decir el único del pueblo es la carne, y es sabido con qué facilidad pueden retirarse todos los ganados en muy pocos días a muchas leguas de distancia, igualmente que las caballadas y todo medio de transporte, en una palabra, formar un desierto dilatado, imposible de ser atravesado por una fuerza europea; estoy persuadido será muy corto el número de argentinos que quiera enrolarse con el extranjero, en conclusión, con siete u ocho mil hombres de caballería del país y 25 o 30 piezas de artillería volante, fuerza que con una gran facilidad puede mantener el general Rosas, son suficientes para tener un cerrado bloqueo terrestre a Buenos Aires”.

Juan Bautista Alberdi, claro enemigo del Restaurador, comentaba desde su exilio chileno: “En el suelo extranjero en que resido, en el lindo país que me hospeda sin hacer agravio a su bandera, beso con amor los colores argentinos y me siento vano al verlos más ufanos y dignos que nunca. Guarden sus lágrimas los generosos llorones de nuestras desgracias aunque opuesto a Rosas como hombre de partido, he dicho que escribo con colores argentinos: Rosas no es un simple tirano a mis ojos; si en su mano hay una vara sangrienta de hierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido para no conocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos. Sé, por ejemplo, que Simón Bolívar no ocupó tanto el mundo con su nombre como el actual gobernador de Buenos Aires; sé que el nombre de Washington es adorado en el mundo pero no más conocido que el de Rosas; sería necesario no ser argentino para desconocer la verdad de estos hechos y no envanecerse de ellos”.

El encargado de negocios norteamericano en Buenos Aires, William A. Harris, le escribió a su gobierno: “Esta lucha entre el débil y el poderoso es ciertamente un espectáculo interesante y sería divertido si no fuese porque (…) se perjudican los negocios de todas las naciones”.

Dice el historiador H. S. Ferns: “Los resultados políticos y económicos de esa acción fueron, por desgracia, insignificantes. Desde el punto de vista comercial la aventura fue un fiasco. Las ventas fueron pobres y algunos barcos volvieron a sus puntos de partida tan cargado como habían salido, pues los sobrecargos no pudieron colocar nada”.

Los ingleses levantaron el bloqueo en 1847, mientras que los franceses lo hicieron un año después. La firme actitud de Rosas durante estos episodios le valió la felicitación del general San Martín y un apartado especial en su testamento: “El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sur le será entregado al general Juan Manuel de Rosas, como prueba de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

 

 

 

 

 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

MANUELITA LA TORTUGA

 

 

MANUELITA LA TORTUGA

 


Manuelita vivía en Pehuajó

pero un dia se marchó

Nadie supo bien porqué

a París ella se fue

un poquito caminando 

y otro poquitito a pie

Manuelita,

 


Manuelita dónde vas
con tu traje de malaquita
y tu paso tan audaz.

 

 

Manuelita una vez se enamoró
de un tortugo que pasó.
Dijo: ¿Qué podré yo hacer?
Vieja no me va a querer,
en Europa y con paciencia
me podrán embellecer.

 

En la tintorería de París
la pintaron con barniz.
La plancharon en francés
del derecho y del revés.

 

 

Le pusieron peluquita
y botines en los pies.

 


Tantos años tardó en cruzar
el mar que allí se volvió a arrugar
y por eso regresó vieja como se marchó
a buscar a su tortugo que la espera en Pehuajó

 

 

 

 

 


 

 

martes, 17 de noviembre de 2020

COMPARTIMOS POESIAS


"SE MATÓ UN TOMATE" DE ELSA BORNEMANN

 

¡AY! ¡QUÉ DISPARATE!
¡SE MATÓ UN TOMATE!
¿QUIEREN QUE LES CUENTE?
SE ARROJÓ EN LA FUENTE

SOBRE LA ENSALADA
RECIÉN PREPARADA.
SU VESTIDO ROJO,
TODO DESCOSIDO,
CAYÓ HACIENDO ARRUGAS
AL MAR DE LECHUGAS.

SU AMIGO ZAPALLO
CORRIÓ COMO UN RAYO
PIDIENDO DE URGENCIA
POR UNA ASISTENCIA.

VINO EL DOCTOR AJO
Y REMEDIOS TRAJO.
LLAMÓ A LA CARRERA
A SAL, LA ENFERMERA.

DESPUÉS DE SACARLO,
QUISIERON SALVARLO,
PERO NO HUBO CASO:
¡ESTABA EN PEDAZOS!

PREPARÓ EL ENTIERRO
LA AGENCIA “LOS PUERROS”.
Y FUE MUCHA GENTE...
¿QUIEREN QUE LES CUENTE?

LLEGÓ MUY DOLIENTE
PAPA, EL PRESIDENTE
DEL CLUB DE VERDURAS,
PARA DAR LECTURA
DE UN “VERSO AL TOMATE”
(OTRO DISPARATE)
MIENTRAS, DE PERFIL,
EL GRAN PEREJIL
HABLABA BAJITO
CON UN RABANITO.

TAMBIÉN EL LAUREL
(DE LUNA DE MIEL
CON DOÑA NABIZA)
REGRESÓ DE PRISA
EN SU NUEVO YATE
POR VER AL TOMATE.

ACABA LA HISTORIA:
OCHO ZANAHORIAS
Y UN ALCAUCIL VIEJO
FORMARON CORTEJO
CON DIEZ BERENJENAS
DE VERDES MELENAS
SOBRE UNA CARROZA
BORDADA DE ROSAS.

CHOCLOS MUSIQUEROS
CON NEGROS SOMBREROS
TOCARON VIOLINES,
QUENAS Y FLAUTINES,
Y DOS AJÍES SORDOS
Y ESPÁRRAGOS GORDOS,
CON NEGRAS CAMISAS,
CANTARON LA MISA.

EL DIARIO “ESPINACA”
LA NOTICIA SACA:
HOY, ¡QUÉ DISPARATE!
¡SE MATÓ UN TOMATE!

AL LEER, LA CEBOLLA
LLORABA EN SU OLLA.
UNA REMOLACHA
SE PUSO BORRACHA.
—¡ME IMPORTA UN COMINO!
DIJO DON PEPINO...
Y NO HABLÓ LA ACELGA
(ESTABA DE HUELGA).


 

lunes, 16 de noviembre de 2020

Poesías

Para la libertad (Miguel Hernández - Joan Manuel Serrat)

 

Para la libertad sangro, lucho y pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho. Dan espumas mis venas
y entro en los hospitales y entro en los algodones
como en las azucenas.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño,
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño
y aún tengo la vida.



Te quiero ( Mario Benedetti)
 

Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada
te quiero por tu mirada
que mira y siembra futuro

tu boca que es tuya y mía
tu boca no se equivoca
te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos

y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero

y porque amor no es aureola
ni cándida moraleja
y porque somos pareja
que sabe que no está sola

te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso

si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos



Antes de Amarte Amor (Pablo Neruda - 
Pedro Guerra)
 
 
Antes de amarte, amor, nada era mío,

vacilé por las calles y las cosas,

nada contaba ni tenía nombre,

el mundo era del aire que esperaba.

Yo conocí salones cenicientos,

túneles habitados por la luna,

hangares crueles que se despedían,

preguntas que insistían en la arena.

Todo estaba vacío, muerto y mudo,

caído, abandonado y decaído,

todo era inalienablemente ajeno,

todo era de los otros y de nadie,

hasta que tu belleza y tu pobreza

llenaron el otoño de regalos.




viernes, 13 de noviembre de 2020

Cuento: ¡ SILENCIO, NIÑOS ! AUTORA: EMA WOLF



La Momia entró al aula y todos se pusieron de pie.

—Buenas tardes —saludó.

—Bue-nas-tar-des-se-ño-ri-ta —le contestaron.

La Momia se puso los anteojos, sacó del escritorio el cuaderno de asistencia y empezó a pasar lista:

—Drácula.

—¡Presente!

—Frankenstein.

—¡Presente!

Y siguió:

—¡Garramunda!

—¡Pdecente, ceñodita! —contestó una bruja ceceosa.

—¿Dónde está el Lobisón? —preguntó la Momia—. ¿Hoy también faltó?

Un espectro verdoso se levantó de su asiento y dijo respetuosamente:

—Sí, faltó. Me mandó decirle que su abuelita todavía está enferma.

En el fondo del salón dormía un joven ogro. Roncaba como un santo. Era uno de los más grandes y había repetido seis veces primer grado.

La Momia lo despertó tirándole el borrador en la nuca. Era su alumno favorito.

Por fin, todos estuvieron listos para empezar la clase. No volaba una mosca.

La Momia se plantó frente al pizarrón y se aclaró la garganta.

—Buem. Abran el manual en la página 62. Hoy vamos a aprender a atravesar paredes, algo muy útil en la vida. Si lo aprenden como es debido podrán aterrorizar a mucha gente y hacer de veras ¡muuuuucho daño a la humanidad!

Aquí la Momia se emocionaba. Siempre que hablaba de hacer daño a la humanidad se le humedecían los ojos.

Frente al libro abierto, los alumnos leían a coro. El Atravesamiento de Paredes era una lección más bien práctica. Uno a uno fueron ejercitándose.

Primero atravesaron una plancha de telgopor.

Después una madera de dos pulgadas.

Por último, tenían que atravesar la pared que daba al salón de actos, de donde los echaban porque un grupo de compañeritos estaba ensayando “La canción de la araña”.

El más hábil de todos resultó ser el fantasma. Eso de atravesar paredes se lo habían enseñado sus padres de chiquito.

También había un vampiro bastante habilidoso. Atravesaba con elegancia.

Hacia el final de la clase le tocó el turno a Frankenstein.

La maestra lo llamó al frente.

Pasó.

Se ajustó el cinturón, se llenó los pulmones de aire para hacerse más esponjoso, cerró los ojos y avanzó decidido hacia la pared.

Muchos años después, ya jubilada, la Momia seguiría recordando aquel día extraordinario.

El choque fue terrible.

La cabeza de Frankenstein sonó como una caja de tuercas lanzada contra una escollera, pero él ni pestañeó. Un salpicón de bisagras, remaches, astillas y peladuras roció a todos los que estaban.

La maestra pegó un grito creyendo que su alumno se desarmaba. Corrió a ayudarlo, pero Frankie estaba decidido a avanzar.

Y avanzó.

Era un muchacho sólido, tenía amor propio, y no lo iba a detener una pared.

Pasar, pasó.

Abrió un boquete de cuatro metros por dos y arrasó el piano que estaba del otro lado. Los integrantes del coro aplaudieron. Detrás de él la pared entera se derrumbó y con ella parte del cielorraso. Unas grietas horrorosas aparecieron en el techo del salón de actos.

A Frankenstein le pareció un triunfo total. Estaba dispuesto a demostrarle a su maestra lo bueno que era para esas cosas. Así que arremetió contra la pared que daba al patio con el ímpetu de un tren de carga.

Alumnos y maestros empezaron a correr hacia la calle porque el edificio entero se resquebrajaba. Los murciélagos levantaron vuelo en estampida.

Frankie siguió atravesando paredes, una tras otra, siempre con el mismo éxito.

Cuando atravesó la última, el edificio, viejo y ruinoso como era, se vino abajo.

Desde la vereda de enfrente, todos miraban alborotados el radiante cataclismo. El portero tosía en medio del polvo desmoronado.

La Momia corrió a rescatar a Frankenstein de entre los escombros. Estaba averiado pero contento. Enseguida le vendó las partes machucadas. Después lo miró babeante de orgullo y le dio un beso.

Evidentemente no era lo bastante transparente, poroso y aéreo como para atravesar paredes. Pero en cambio, era un genio para los derrumbes. En toda su vida de maestra nunca había visto una catástrofe tan completa. Se imaginó que con un poco de práctica Frankie podía causar desastres mundiales.

Ese mes le escribió en la libreta de calificaciones: “Te portas cada día peor. ¡Adelante! ¡Sigue así!”


FIN



 

jueves, 12 de noviembre de 2020

Poesías

Cenicienta, no escarmienta. ( Guillermo Saavedra)

¿Se acuerdan de Cenicienta,
esa pequeña harapienta
cuyas hermanas mugrientas
la trataban de sirvienta?

Pues bien, una vez casada
con el príncipe y mudada
a su palacio en Posadas
no cambió nada de nada.

Se le metió en la cabeza
el furor por la limpieza
y sale a barrer las piezas
con su traje de princesa.

Por la mañana temprano,
con un cepillo de mano,
rasquetea a los enanos
del jardín y a los gusanos

que salen a ver que pasa
los lleva hasta la terraza
para sacarles la grasa
con un trocito de gasa.

Limpia ventanas y pisos
con el piolín de un chorizo
fabricado por un suizo
coloradito y petiso.

Lava ropa, seca platos,
lustra botas y zapatos,
por la tarde baña patos
mientras encera a los gatos.

El príncipe Sinforoso,
se empezó a poner nervioso
cuando él se pone mimoso
ella se va a planchar osos.

Y es probable que algún día
e diga: “Querida mía
no soportó esta manía”
vete a bañar a tu tía.


Caperuza Cocinera ( Guillermo Saavedra)

Ya es grande, Caperucita,
se convirtió en Caperuza;
vive en Santa Teresita
y es maestra de lechuzas;

les enseña a abrir los ojos
bien grandes toda la noche
para ver como los piojos
salen a pasear en coche.

Se casó con un cartero
que conoció en Chacabuco,
donde fue a comprar ruleros
y a jugar torneos de truco.

Cuando llega el carnaval,
disfrazada de lenteja,
inaugura un festival que organizan las almejas.

Es feliz, ya no se acuerda
de ese día tan terrible
cuando, por ser medio lerda,
se la comió un lobo horrible.

Sin embargo, algunas veces,
cuando está muy aburrida, el lobo se le aparece
 y ella le hace la comida.


Fiesta de disfraces (Silvia Shujer)

¿Oyeron de una fiesta?
¿Supieron, además,
de mil y un invitados
que fueron con disfraz?

El baile fue en el barrio,
la idea de un señor
que siempre había soñado
vestir de emperador.

Vecinos buenos mozos
con traje de pingüino
servían en bandejas
licor y jugos finos.

Había odaliscas,
payasos, hawaianas,
bomberos voluntarios
y diez peces banana.

Piratas, marineros,
sirenas y marcianos.
ratonas, conejitos
y seis dioses romanos.

La reina era una dama
con aros de cereza,
llevaba una frutera
danzando en su cabeza.

Y todo era jolgorio
sonidos, esplendor,
hasta que entro un vampiro
y con él entro el terror.

¡Qué susto madre mía,
tamaña aparición!
A todos les dio miedo
con muy justa razón.

Traía de la mano
un hada con aguja,
un búho embalsamado
y una muñeca bruja.

La gente no sabía
si aquellos invitados
también eran vecinos
o tres monstruos colados.

La cosa es que por suerte
fue un susto pasajero
porque el vampiro era
el viejo almacenero.