miércoles, 30 de septiembre de 2020

CUENTO LA BELLA RUGIENTE de ADELA BASCH y LUCIANA MURZI



Hubo una vez una reina y un rey a los que la gente quería mucho.
Y también era mucho lo que la gente sufría al ver que la reina y el rey deseaban tener hijos y no podían.

Hasta que finalmente un día ocurrió lo que todo el reino esperaba. La noticia corrió de boca en boca y de corazón a corazón. ¡Acababa de nacer una pequeña princesa!



Y para celebrarlo hubo en el reino de nuestro cuento una gran fiesta. La reina y el rey, que estaban contentísimos con el nacimiento de su hija, invitaron a todos sus amigos del reino y de los países vecinos.

También invitaron a todas las hadas que conocían, que eran siete, para que fueran las madrinas de la recién nacida. Porque en esos tiempos las hadas acostumbraban dar un don a cada niña y a cada niño que nacían. Es muy posible que eso siga ocurriendo hasta el día de hoy, aunque haya muchas personas que dejaron de creer en la existencia de las hadas.

Pero la reina y el rey, tan entusiasmados que estaban con su princesita y con la fiesta, cometieron un grave error. Gravísimo. Un error terrible. Espantoso. Un error que todos lamentarían mucho con lamentaciones tremendas. Bueno, en realidad lo que cometieron no fue un error. Fue un olvido. Y ellos no tuvieron la culpa.

Esto fue lo que pasó: cuando los músicos comenzaban a llenar los salones del palacio de sonidos maravillosos y los platos se llenaban de manjares sabrosísimos y los vasos se llenaban de bebidas deliciosas y todas las caras se llenaban de sonrisas alegres, entró un hada llena de maldad y el aire se llenó de sus feroces gritos.

—¿Se puede saber por qué a mí no me invitaron?

Por un momento todos se quedaron sorprendidos y paralizados al oír esas palabras. Por fin la reina reaccionó y, horrorizada ante la inesperada visitante, respondió:

—Porque durante los últimos treinta años no hay nadie que se haya encontrado con usted, ni que la haya visto ni que tuviera noticias suyas.

—Y, además, porque todos creíamos que se había mudado o ido de viaje por el mundo. Nadie sabía que estaba acá —agregó el rey.

—¡Yo tengo derecho a estar en esta fiesta aunque no me hayan invitado!

—Yo no sé si usted tiene derecho o tiene torcido, pero, por favor, dígame cómo quería que la invitáramos si no sabíamos dónde estaba —exclamó la reina con indignación.

—¡Eso no es asunto mío! ¡Ustedes no me invitaron y se terminó! Y ahora, si me permiten, creo que en esta fiesta hay músicos demasiado buenos y manjares demasiado exquisitos para que sigamos discutiendo. Sugiero que disfrutemos de este momento —dijo el hada malvada y se abalanzó sobre los platos de comida y las jarras de bebida y durante un largo rato se dedicó solo a llenarse el estómago.

Justo cuando empezaba a sentir que ya no le cabía ni una miga de pan, vio que todas las otras hadas se acercaban a la cuna donde sonreía la pequeña princesa y comenzaban a darle sus dones. Entonces, ella se ubicó en el último lugar.

Una tras otra, las hadas le fueron diciendo frases muy agradables como: “Serás muy inteligente”, “Tendrás muchísimos amigos y amigas”, “Tendrás fuerza de voluntad para lograr lo que te propongas”, “Tu corazón estará colmado de bondad”, “La felicidad te acompañará toda la vida”. Hasta que llegó el turno del hada malvada. Y esto fue lo que dijo:

—Cuando la princesa esté creciendo y vaya camino de dejar de ser adolescente para convertirse en mujer, se pinchará con una aguja de coser y morirá.


Después, largó unas grandes risotadas y se fue, mientras todos volvían a quedar sorprendidos y paralizados por el temor. Bueno, en realidad no todos. Porque la pequeña princesa, que por cierto era muy bella, como lo son todos los bebés, se irguió en su cuna. Y aunque era casi una recién nacida, rugió con todas sus fuerzas, que eran muy grandes: “Grrrrr grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr”.

Nuevamente, todos se sorprendieron y se paralizaron. No, todos no. Hubo un hada petisa y regordeta que desde el fondo del salón dijo tímidamente:

—Disculpen, pero una de mis habilidades mágicas es saber interpretar rugidos. Pero no sé si voy a poder repetir lo que acaba de decir la niña...

—¡Por favor, señora hada, traduzca las palabras de nuestra hija! —le rogaron el rey y la reina.

—Ehhh... bueno... Acaba de decir ni más ni menos lo siguiente: “¿Pero quién te creés que sos?”.


La niña siguió rugiendo, y el hada siguió traduciendo para el resto de los presentes.

—Grgrgrgrgrrrrrrrrrrrrrrr grgr gggrrrgrr gr.

—Ahora la princesa dice: “Escuchen bien todos. Por un tiempo no hay nada que temer. Van a pasar unos cuantos años hasta que yo esté en camino de dejar de ser adolescente. Por ahora soy solamente un bebé. Así que tranquilícense, disfruten de esta maravillosa fiesta y vivan en paz”.

Aunque toda la gente, incluidos la reina y el rey, estaban un poco confundidos por el idioma en el que hablaba la niña y también un poco mareados por las traducciones del hada, lograron serenarse y la fiesta continuó.

Y hasta que aprendió a hablar como lo hace cualquier chica o chico, la princesa continuó comunicándose en el idioma de los rugidos, sobre todo cada vez que pasaba cerca de alguien que estuviera cosiendo o cuando veía una aguja. Pero, lamentablemente, nadie entendía lo que decía porque el hada que sabía comprender qué significaba “grrr” y qué cosa “grgrgrggrg” no había aceptado vivir en el palacio ya que tenía otras muchas obligaciones mágicas que cumplir por el mundo.

Lo curioso fue que los rugidos nunca abandonaron a la princesa. Aprendió a hablar, sí, pero lo hacía en un volumen tan alto pero tan alto que sus palabras seguían sonando como rugidos furiosos. Fuera de eso, su vida de niña fue muy parecida a la de los otros niños que vivían en el mismo reino. Y lo mismo sucedió con los primeros años de su adolescencia.

Pero un día, cuando esta etapa de su vida iba llegando a su fin y todos parecían haber olvidado la amenaza del hada malvada, la princesa gritó:

—¡Quiero que ya mismo venga alguien que sepa mucho de ciencias y de inventos y que tenga una gran sabiduría!

Como su rugido había sido tan fuerte, se había escuchado en todo el reino y también en los países vecinos. Por eso inmediatamente se presentó una mujer con aspecto de científica, de sabia y de inventora.


En cuanto la princesa la vio, percibió que la mujer era exactamente lo que parecía ser.

—Por favor —exclamó con un rugido que a pesar de ser un rugido era amable y cortés—, necesito una vacuna contra pinchaduras de aguja.

—Pero… eso es algo que no existe, querida princesa.

—Ya lo sé. Si existiera, no la habría llamado. Pero hay muchas cosas que no existen hasta que alguien las inventa.



—Está bien, querida, ya entendí —dijo la mujer con aspecto de científica, de sabia y de inventora, que tenía una mente más rápida que un relámpago. Y después de despedirse, se marchó.

Una semana después, la mujer volvió al palacio. Traía un frasco en la mano y se dirigió a la princesa:

—Bébete todo el contenido antes del almuerzo. Es una vacuna contra pinchaduras de aguja. De aquí en adelante ninguna pinchadura podrá hacerte daño.

La princesa le agradeció y le dio un abrazo. La reina y el rey la saludaron con una reverencia y le aseguraron que recibiría una merecida recompensa.

Todo el reino suspiró aliviado y la gente se fue olvidando del hada malvada. Incluso la princesa, para demostrar la efectividad de la vacuna, dedicó todas sus tardes a la costura y al bordado. Se pinchó una y mil veces sin sufrir ninguna maldición, salvo algunos dolores que la joven acompañaba con rugidos atronadores.

Un tiempo después llegó al reino un joven que enseguida llamó la atención de todos. Recorría las calles preguntando en voz alta: “¿Dónde está?, ¿dónde está?, ¿dónde está?”. Como nadie sabía qué estaba buscando, nadie le respondía y se pasó varios días caminando de un lado a otro y preguntando lo mismo.



Hasta que llegó al palacio, entró a los jardines y encontró a una muchacha a la que, por supuesto, preguntó:

—¿Dónde está?

—¿Dónde está quién? —preguntó a su vez la muchacha, que no era otra que la princesa.

—Soy un príncipe y se supone que vengo a despertar a una bella princesa que parece muerta desde hace años pero que va a revivir con mi beso.

—Ah, soy yo —dijo la princesa.

—Pero se supone que un hada malvada te hechizó y te pinchaste con una aguja y te quedaste como muerta y todo el mundo está esperando que yo llegue para despertarte de un sueño de años.

Entonces la princesa soltó un rugido tan poderoso que no solo atravesó los oídos del príncipe sino los de todos los habitantes del reino y de varios países vecinos.

—¿Vos te creés que iba a esperarte sentada? ¿Y si no venías? ¿Y si te perdías? ¿Y si te morías antes de encontrarme? Yo no iba a dejar que mi vida dependiera de algo tan incierto.

—Bueno, esteeee, pero... —dijo él, intentando armar una frase sensata.

—Además, yo coso, bordo, hilvano y tejo. Me pincho cuando quiero y no me muero ni un poco. También duermo siestas y me despierto cuando se me da la gana.

—¿Y ahora qué hago? —murmuró el príncipe con un hilo de voz—. Yo tenía una misión para cumplir.

—¿Qué ibas a hacer para salvarme? —preguntó la princesa con una sonrisa.

—Te iba a dar un beso que te haría revivir.

—Entonces, en realidad, esa era tu misión: darme un beso. ¿Y por qué no me lo das ahora?


—¡Qué buena idea! —respondió el joven mientras la princesa y él se acercaban cada vez más.



El final de este cuento no necesita mucho más. A nadie le resultará muy difícil imaginar que al poco tiempo se celebró un casamiento. Del hada malvada nunca se volvió a saber, pero eso no tiene la menor importancia.




FIN



LA BELLA RUGIENTE
Autoras: BASCH, ADELA / MURZI, LUCIANA
Ilustración: AIMAR, GUSTAVO
Editorial: LONGSELLER


 

lunes, 28 de septiembre de 2020

CUENTO: COLORES SORPRENDENTES HASTA EN LOS DIENTES de Adela Basch


En este preciso momento en que damos comienzo a un nuevo cuento, vemos algo que nos produce una maravillosa sensación y nos llama muchísimo la atención.

Miramos bien y realmente nos sorprende que frente a nuestros propios ojos haya un gato que es todo, todo, pero todo… ¡rojo!



Le preguntamos cómo se llama. Se va. Parece que no quiere decirnos nada. Pero enseguida está de regreso. Viene con algo. ¿Qué será eso?

Da la impresión de que tiene una pizarra y también un trozo de tiza entre las garras.

Sí. Es eso exactamente lo que trae. Ahora se detiene. Está muy atento. Nada lo distrae.

Se pone a escribir. Las letras van formando palabras:

“Soy el único gato rojo del mundo. Soy rojo desde la punta de la cola hasta el pelo. Si quieren saber cómo me llamo, les digo que mi nombre es Carmelo”.

Estamos verdaderamente sorprendidos. Un gato rojo es algo que hasta ahora no habíamos conocido.
Nunca habíamos visto a uno que fuera de ese modo.

Pero. . . parece que eso no es todo.

¿A qué no saben lo que viene por el camino? ¡Nunca se lo van a imaginar, a menos que sean adivinos!

¡Ahora sí que la ven! Por favor, mírenla bien. Es la única que hay en toda la Tierra. Es completamente verde.
Y es una. . . perra. Tiene verdes las patas y las orejas, el hocico, los dientes y hasta las cejas.


Le decimos que queremos saber cómo se llama. Pero no sabemos si va a contestar. Tal vez no tenga ganas.

Trae un lápiz y un cuaderno, y nos mira con ojos tiernos.

Escribe: “Soy una perra verde, que siempre está contenta y por eso nunca muerde. Verdes son mis ojos, mi lengua y mi piel. Y mi nombre es Isabel”.

¡Esto es asombroso! Estamos conociendo animales maravillosos.

Y parece que hay más. ¡Miren! Llega alguien que no hemos visto jamás. Es un caballo muy joven. Mejor dicho, es un potrillo. Y es totalmente amarillo.



Es de un color realmente bello. Tiene amarillas las crines y el cuello. También los cascos, el hocico y hasta los tobillos.

Por supuesto, le preguntamos cómo se llama. Pero igual que los demás, calla.

Enseguida busca una ramita y escribe en el suelo: “Mi nombre es Marcelo. No hay otro como yo. Soy un potrillo de un color como nunca antes se vio. Soy amarillo por donde se me mire. Algo que no existe ni siquiera en el cine”.

¡Esto es realmente increíble! ¡Algo que no creíamos posible!

Y sin embargo, está claro que las sorpresas no terminaron.

Acá llega alguien de color azul que camina. Y es nada más y nada menos que una preciosa gallina.


Es la primera vez que vemos una gallina del color del mar. Sin duda, es algo que nunca podremos olvidar.

También a ella le preguntamos cómo se llama, aunque estamos seguros de que no dirá nada.

Pero vemos que saca de algún lado una libreta y un crayón de color violeta.

Ya se pone a escribir: “Obsérvenme bien, porque soy alguien que no habían visto aún. Una gallina toda de color azul. Tengo azul el pico y las plumas, la cabeza y toda mi figura. Y los huevos que pongo también son azules. Azul es la cáscara, la clara y la yema. Y si quieren saber mi nombre, les digo que me llamo Ema”.

La verdad es que nuestro asombro es colosal. Es muy grande. Es enorme. Es inmenso. Es un asombro gigante y que no tiene igual.

¿Cómo es posible que exista lo que han visto nuestros ojos? Para empezar un gato todo rojo.

En seguida, una perra completamente verde que siempre, siempre está alegre. Después, un potrillo que por donde se lo mire es amarillo.


Y por último, una gallina totalmente azul, con plumas que parecen hechas de tul.

¿De dónde habrán salido estos animales fabulosos que nunca habíamos visto, ni siquiera con un telescopio poderoso?

Les preguntaremos a ellos mismos, que ya parecen tener una actitud honesta. Tal vez quieran darnos alguna respuesta.

El gato rojo les hace gestos para que escriban todos juntos en la pizarra que trae entre las garras.

Y ahí están apareciendo las palabras, pero todavía no podemos ver lo que dicen porque ellos las tapan.

¡Ahora sí podemos leer sin dificultad y entendemos lo que dicen con absoluta claridad!

Sepan que acaban de hacer un importantísimo descubrimiento. Gatos rojos, perras verdes, potrillos amarillos y gallinas azules existen solo en los libros y en los cuentos.


FIN

 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

TEATRO: BELLOS CABELLOS de Adela Basch


Personajes
Miguel
Laura

ESCENA UNO

La escena transcurre en la peluquería. Hay un reloj que marca las once. Entra Laura, mujer de cabellos largos, y la recibe amablemente Miguel, el peluquero.


Miguel: Adelante, tome asiento aquí, por favor.

Laura: (Se sienta.) Gracias. Mire, me gustaría cortarme un poco. Creo que mi pelo está demasiado largo y sin forma, y tengo ganas de cambiar de aspecto. Quisiera un corte nuevo, con algo de original y algo de sugerente.

Miguel: ¿Con algo de mi gerente? Pero, señora, mi gerente es pelado. ¿Qué quiere, que la rape?

Laura: Pero no, quiero un corte novedoso, con una caída así (hace un gesto con las manos), como suave.

Miguel: ¿Cómo mi ave? ¿Con una caída como mi ave? Señora, yo tengo un canario, pero no se anda cayendo, vuela muy bien.

Laura: Mire, yo lo que quiero es un buen corte de pelo. Y que me de un aspecto más juvenil, más seductor, mimoso.

Miguel: ¿Su mozo?

Laura: No, mimoso. Mi-mo-so.

Miguel: Éso, su mozo. Señora, sepa que yo no soy su mozo. En todo caso, soy su peluquero.

Laura: (Suspira hondo.) Quiero un nuevo corte de pelo. ¿Qué me propone?

Miguel: (Pensativo.) Hum, veamos. Eso hay que estudiarlo. (Le pone las manos sobre la cabeza, le toma los cabellos, se los levanta y los deja caer de a poco.)
Hum, ¿cortar? No sé. Espere un momento. (Inclina la cabeza sobre la de Laura y apoya una oreja sobre su pelo.)


Laura: ¡Eh! ¿Qué hace?

Miguel: Me estoy concentrando en su cabello, para escuchar lo que necesita. Acá trabajamos así. Son las últimas tendencias internacionales en el cuidado de cabello.
Antes se trabajaba de cualquier manera. Pero ahora los peluqueros verdaderamente responsables escuchamos al pelo para saber que es lo que pide. (Levanta la cabeza.) Y lo que este cabello necesita, señora, no es un corte, sino una leve intensificación de color.

Laura: ¿Ahora? ¿Le parece?

Miguel: Sí, sí, le va a encantar.

Laura: Bueno, no sé, ¿usted cree…?

Miguel: Se lo aseguro. Señora, relájese y deje su cabeza en mis manos.



(Laura cierra los ojos y Miguel empieza a trabajar.)



ESCENA DOS

El mismo lugar que la escena anterior, pero el reloj marca las tres. Laura está roncando. Tiene la cabeza cubierta con una toalla. Miguel está al lado, de pie.

Miguel: (Palmea las manos.) Linda siestita, ¿no?

Laura: (Despertando.) ¡Ya son las tres! Tengo que irme.

Miguel: ¡Llegó el gran momento! Mire. (Le retira la toalla de la cabeza.)

Laura: (Se mira en el espejo horrorizada.) ¿Qué es esto?

Miguel: Una hermosa tonalidad amarrojul.


Laura: ¿Amarrojul?

Miguel: Sí, una combinación de amarillo, rojo y azul. El último grito de la moda.

Laura: Aquí la que va a gritar soy yo si usted no me saca este colorinche de la cabeza. ¡Pero qué locura!

Miguel: ¿Qué lo cura? A esto no lo cura nada. No es una enfermedad, es un hermoso colorido.

Laura: Mire, si en cinco minutos su hermoso colorido no se ha ido, usted me las va a pagar.

Miguel: Disculpe, acá la que va a pagar es usted. Me tiene que pagar la tintura.

Laura: ¡Pero qué caradura! Si no me saca estos colores de mamarracho no le pienso pagar.


Miguel: Bueno, en un abrir y cerrar de ojos se lo podría dejar todo rojo.

Laura: ¡De ninguna manera! Y lo que se va a cerrar es esta peluquería si usted no me saca esta barbaridad de la cabeza.

Miguel: Entonces, se lo podría dejar zulmarillo, una deliciosa mezcla de amarillo y azul.

Laura: ¡Ni loca! ¿Qué se cree? ¿Qué soy la bandera de Boca?

Miguel: Bueno, señora, decídase. No puedo estar con usted todo el día. ¿Qué color quiere? ¿Violeta, verde, turquesa?

Laura: ¿Turquesa? ¡Me va a estallar la cabeza! ¡Quiero que me devuelva ahora mismo el color que tenía cuando vine!



Miguel: Eso es imposible. Aquí usamos tinturas de muy buena calidad, son excelentes y muy persistentes.

Laura: ¡Voy a llamar a mi abogado! ¡Esto va a terminar en sumario!

Miguel: ¿En mi Mario? Yo no tengo ningún Mario.

Laura: (Furiosa, se levanta y mientras abre la puerta grita.) ¡Le voy a hacer juicio! ¡Voy a llevar esto a la corte!

Miguel: ¡Qué corte ni qué corte! Ya le dije que su cabello no pedía corte… Y encima, se va sin pagar.




TELÓN


“Bellos Cabellos” de Adela Basch. En El reglamento es el reglamento, Buenos Aires. © Grupo Editorial Norma (colección Torre de Papel, serie Torre Azul), 2002.


 

CUENTO: UNA VIDA SIN FUNDAMENTOS de Adela Basch



Yo estaba sentada tomando un café y leyendo unos poemas que cada tanto releo. A mi alrededor, la mayoría de las mesas estaban ocupadas y bullían las conversaciones. Se hablaba de todo: deportes, economía, política, moda, espectáculos. Parecían las secciones de un diario.

De pronto unas frases y ciertos tonos de voz me llamaron especialmente la atención. Pronunciaban las palabras con seguridad férrea, con autoridad innegable, como la que brota de la experiencia y el conocimiento.

Mientras tanto, la ciudad, el país, el continente, el planeta todo, se desplazaban en el universo infinito, como bailarines protagonistas de una coreografía estelar e imprevisible.

Tuve que interrumpir la lectura. No pude evitar seguir las alternativas de la conversación. Las voces navegaban por el aire, portadoras de palabras que, como saetas, hacía blanco en los oídos de todos.

—¡Es increíble!

—¡Es inaudito!

—Hoy en día la gente ya no tiene convicciones.

—Uno escucha a una persona decir una cosa y a los dos minutos ya dice otra completamente distinta.

—Hay una total falta de coherencia.

—Se cambia de opinión como de camiseta.

—¿Cómo puede ser que la misma persona responda a la misma pregunta de maneras tan distintas?

—¡Es que la mayoría de la gente vive como una hoja movida por los vientos, sin principios firmes, sin arraigo en una verdad última, sin fundamentos!

—¡O sumergida en un mar de inconsciencia!

—Si seguimos así, este mundo va derecho al caos.

Mientras pronunciaban las últimas frases, se incorporó al grupo un recién llegado y quiso saber qué había ocasionado tanta desazón entre sus amigos. Enseguida le explicaron.

—Mira con disimulo… ¿Ves esa mujer que está ahí, esa con blusa a lunares?

El recién llegado asintió con la cabeza.

—En distintos momentos, cada uno de nosotros se le ha acercado y le ha hecho la misma pregunta. Una pregunta fundamental para conocer la realidad en la que se vive. Y a cada uno le dio una respuesta distinta. ¡Es cosa de locos! ¡A cada uno, una respuesta distinta!

—¿Qué fue lo que le preguntaron?

—Algo simple, básico, elemental: “Por favor ¿me podría decir qué hora es?”


FIN



Del libro "Dejame ser la negra María y otros cuentos", Ediciones Abran Cancha



La obra

Este libro se compone de 13 cuentos cortos en los cuales la protagonista estelar es, sin dudas, la palabra. O mejor, el arte de combinar el sonido de cada palabra con otro.

 

martes, 22 de septiembre de 2020

TEATRO: COMO LLEGAR A MARTE de Adela Basch


ESCENA ÚNICA

(La acción transcurre simultáneamente en la casa de Roberto y la casa de Mariana, separadas en el escenario por un biombo. Ambos hablan por teléfono)

MARIANA: Roberto, lo siento mucho, pero no sé si alguna vez podré llegar a amarte.

ROBERTO: Pero, yo no te pedí que fueras a Marte, te pregunté si querías salir conmigo.

MARIANA: ¿Quién habló de ir a Marte? Tendrías que poner los pies en la tierra.

ROBERTO: ¿Con este frío? Prefiero tenerlos en un par de medias, sobre todo si son de lana.

MARIANA: (Irritada) ¿De la Ana? ¿Quién es ésa?

ROBERTO: ¿Quién habló de Ana? A mí sólo me importás vos.

MARIANA: ¿Cómo te voy a importar... si vos vivís acá? Para importarte tendrías que estar en el extranjero.

ROBERTO: (Meloso) ¡Imposible! No soportaría estar lejos de vos. Prefiero que no me importes.

MARIANA: (Llorosa) Ves, al final no te importo nada.

ROBERTO: (Desesperado) No digas eso, te amo y siempre voy a amarte.

MARIANA: ¿Siempre vas a Marte? ¿Qué es eso? Tendrías que ser más realista.

ROBERTO: ¿Realista, yo? Realistas eran los españoles que no querían nuestra independencia, y yo soy criollo.

MARIANA: Pero eso era en la época de la colonia.

ROBERTO: ¿La época de la colonia? ¿Y cuál es? Porque yo uso colonia en cualquier momento del año, sea invierno o verano.

MARIANA: ¿Y qué tienen que ver las estaciones?

ROBERTO: (Muy entusiasmado) ¡Muchísimo! Podemos encontrarnos en la estación de tren y salir a pasear juntos.

MARIANA: Mirá, Roberto, no sé si la idea de salir con vos me produce interés.

ROBERTO: Claro, las ideas no producen interés, lo que puede producir interés es el dinero puesto en un banco.

MARIANA: Mirá, me estás invitando a salir, y yo te digo que no sé si quiero.

ROBERTO: (Lloroso) ¡Pero Mariana! No digas eso. Me destrozás, me quebrás en dos, me dejás partido.

MARIANA: Es que no sé si sos un buen partido.

ROBERTO: ¿Pero cómo voy a ser yo un buen partido? Si querés ver un buen partido, vayamos el domingo a la cancha a ver a Estudiantes y Defensores de Belgrano.

MARIANA: ¡Sí, vayamos! Me encantan los estudiantes que defienden a nuestros próceres.



TELÓN



Llegar a Marte
Adela Basch
Ilustraciones de Ana Luisa Stok.
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2003.


 

lunes, 21 de septiembre de 2020

CUENTO: UNA MUJER ALADA de GRACIELA MONTES


Una mujer.

Una mujer como cualquier otra entre millones de mujeres. Pero, aunque esto no la diferencie en nada de las demás, ella se llama a sí misma yo.

Una mujer que vive en una gran ciudad con adecuadas comodidades y está casada y es razonablemente feliz en su matrimonio. Si es que el amor y la felicidad admiten razonabilidades.

Una mujer que tiene algunos hijos y que además de ser un pilar de la bonanza familiar trabaja afuera, de lunes a viernes, en una oficina que por suerte en este caso queda relativamente cerca de su domicilio. Lo cual desempeña un papel fundamental en los acontecimientos que más adelante se relatarán, porque sin ello otro hubiera sido el cantar.

Una mujer de edad madura que siempre disfrutó del caminar y desde el principio ha decidido permitirse el sobrio ejercicio de realizar a pie el trayecto que media entre su casa y su trabajo, todos los días de lunes a viernes a la misma hora, salvo que llueva a torrentes o caiga granizo o nieve lo cual en este caso a decir verdad pocas veces acontece.

Bueno, esta mujer de la que hablamos hace veinte años que camina a su trabajo todos los días por la misma senda, que es en realidad una misma avenida ciudadana, con los mismos semáforos y los mismos edificios y los mismos comercios y los mismos carteles con anuncios publicitarios, aunque en veinte años nada sea lo mismo, pero en apariencia la senda es la misma y ella también.

Y ocurre que un día esta mujer, por algún sino, que seguramente para ojos entendidos habrá estado inscripto en las líneas de sus manos, en su horóscopo, en las figuras que hubiera trazado el I Ching de haberlo ella consultado, o en la borra del café que bebió esa mañana y nadie leyó, decide dirigirse a su trabajo por un camino distinto del que hace veinte años viene a diario transitando. Un mínimo desvío, un ínfimo corrimiento.

Ella no es consciente de que tiempo después protagonizará este cuento.

Esta mujer sólo percibe una oscura voluntad de tomar un camino hasta el momento desconocido, de apartarse de la vertiginosa avenida y tomar por una calle menos ruidosa, de volver a doblar la esquina y dejarse tocar por la espaciosa quietud de una callecita cualquiera. Ella no se asombra cuando un leve rumor la roza. Ni después, cuando el silencio la abraza. Ni un poco más tarde, cuando todas las calles se vuelven un sendero de arena.

Ahora sus pies son dos pies descalzos que murmuran sobre la arena, mientras la tarde entona una canción callada y desde adentro de sí misma el silencio florece en un crepúsculo que es amanecer y océano y montaña y viento y fuego, y se suceden las noches y los días en una inmensidad que está al mismo tiempo en todas las inmensidades.

Aquello que se acerca ahora es una caravana de hombres y mujeres y camellos que avanzan sobre una infinita sucesión de granos de arena.
Y cuando llegan ante ella la rodean y se hincan en reverente círculo a sus pies.

—Oh, reina que llegas de lejos. Danos un árbol que nos alimente, que aplaque nuestra sed, que nos ofrezca sombra.

Entonces ella pidió un puñal de fina empuñadura y se cortó un mechón de los cabellos. Y con manos firmes cavó un profundo pozo en las honduras ondulantes de la arena y depositó allí sus cabellos recortados y los enterró.

E inmediatamente la arena dio a luz un árbol robusto de frondosas ramas. De unas ramas pendían hojas de delicado aroma, de otras frutos y de otras, colores. De la rama más tersa colgaba un mechón de cabellos, idénticos en todo a los cabellos de ella.

Entonces los hombres y las mujeres y los camellos se saciaron con los frutos y retozaron a la sombra y se regocijaron con los colores. Y cuando sus corazones y sus músculos y sus miradas estuvieron rebosantes cada uno se cortó un puñado de cabellos y los entregó a la arena. Y el desierto dejó de ser desierto y se hizo bosque.

En ese momento ella no se detuvo, sino que siguió caminando entre los árboles, por sobre las raíces, por debajo de la techumbre de las ramas.

Y cuando el último árbol quedó atrás, lo que aparece ante los ojos de esta mujer es el mar. Una extensión de un bramido azul inabarcable. Y entre el mar y ella la playa. Y sobre la playa una botella. Y dentro de la botella unas gotas de ron, que no alcanzan a borronear el mensaje.

Ahora ella construye una embarcación que no cuadraría llamar barca ni navío.

Y sobre esa embarcación se entrega a las aguas. Se deja mecer. Y las aguas se dejan hendir por los remos, que tejen las gotas del mar como dos agujas que a cada puntada entretejen las hebras del agua hasta formar una alfombra de líquida trama.

Y ella llega entre las olas hasta los restos insomnes de un antiguo palacio flotante, donde todo ha sido engullido por la boca rugiente del agua. Sobre unas maderas roídas por la sal y el viento sobreviven unos pocos hombres y mujeres jóvenes y algunos niños.

—Has llegado, Emperatriz. Llévanos a tierra firme.

Entonces ella se pincha los dedos de las manos y se frota los hombros con el rocío de las gotas de su propia sangre. Y en el fresco jardín de sus espaldas florecen, gemelas, dos alas.

Ella es una mujer que emprende vuelo llevando un puñado de náufragos sobre las alas.

Y cuando pisa la arena de la playa ve que el horizonte es un espejo de infinitas ventanas. Y abre una de esas ventanas y pasa a través de ella y está en su casa.

Y cuando llega su marido, le dice:

—Querido, hoy cociná vos porque yo estoy cansada.




FIN

© Graciela Montes

 

CUENTO: EN TREN DE DESCUBRIMIENTO de Adela Basch


Joaquín Pandolfi se conmocionó al notar que, una vez más, lo mejor de su juguetería se había esfumado.

Una cascada de pensamientos le cruzó la mente. “¿Cómo puede ser que cada vez que algún cliente quiere el tren eléctrico, el orgullo de mi juguetería, y me deja una seña para retirarlo al día siguiente, el tren desaparece como por arte de magia? Si esto sigue así, mi economía se va a descarrilar. Alguien quiere ponerle barreras a mi negocio. Y yo no me quiero quedar en la vía.”

Pandolfi, el juguetero, tenía alma de niño. Y por eso su mente avanzaba más rápido que la de la mayoría de las personas. Cuando pensaba, era una locomotora a mil kilómetros por hora. “Primero voy a tener que investigar a los clientes anteriores, y después, al nuevo. Quizás les pareció demasiado caro y quisieron viajar en tren sin pasar por la boletería. Es la quinta vez que pasa lo mismo. Aunque, después, el modelo que traía el fabricante era todavía mejor.

Pero ¿cómo es que el tren desaparece? Ni que fuera el tren fantasma... O tal vez el tren bala. El tren bala... va a la... ¡Eso quisiera saber yo, adónde va ese tren cada vez que alguien me lo quiere comprar!”.

El hombre tenía el alma de un niño pero la experiencia de un adulto consustanciado con la vida de cada personaje de su entretenimiento favorito: la lectura de cuentos y novelas policiales. Sherlock Holmes era para él un amigo de toda la vida. Antes de decidir qué hacer, se sentó en una mecedora, cerró los ojos y trató de pensar. Pero a su mente solo acudían palabras aparentemente deshilvanas, inconexas: entren, trenzas, entrenar, estreno, arrastren, centren, Trenque Lauquen, adentren, filtren...

Se puso de pie de un salto y llamó a su esposa y a un amigo, bien dispuesto pero bastante vago, o mejor dicho, vagón, para que lo ayudaran a resolver el enigma.

Cada uno salió a investigar a los que se habían presentado hasta la fecha como posibles compradores. Pandolfi llevaba un minucioso registro de todos los movimientos de su negocio.

Su esposa llegó a la casa de uno de los clientes disfrazada de encuestadora. Supo cómo hacer para que en tres segundos la invitaran a pasar y la convidaran con té con leche. Miró por todas partes y no vio ningún tren.

Su amigo logró entrar a otra de las casas haciéndose pasar por vendedor de Biblias. Lo atendieron con cortesía y no pudo evitar vender una Biblia con reproducciones de famosos pintores, de la que había deseado no desprenderse nunca. Gracias a su cortesía, se hizo amigo de la familia. Miró por todos lados, habló con los adultos y con los chicos, escuchó pacientemente la descripción de cuanto juguete había en la casa. Lo invitaron a comer un asado el domingo siguiente. Pero de trenes... nada.

Pandolfi mismo se puso en tren de investigar. Ahora le tocaba el turno a Rodolfo, el hombre que fabricaba los trenes. Fue a verlo, lo puso al tanto de lo ocurrido y le hizo saber su preocupación.

–Ya los niños no quieren jugar –le dijo con tristeza–. Si el juguete no es electrónico, no les parece atractivo. Y la verdad es que las ventas no marchan sobre rieles.

El inventor de trenes lo miró con cierta pena y le dijo:

–Deberías tener más cuidado. El tren es muy atractivo, sobre todo cuando tiene las luces encendidas, y vos sabés cómo es la gente. Si tuviera algún tren, te lo daría aunque no pudieras pagármelo por un tiempo, pero en este momento no tengo.

Pandolfi salió a la calle con la cabeza pesada como un furgón de carga. No podía dejar de pensar en el tren. Lo evocó recorriendo el circuito con su sonido característico: “tata... tata... tata...”, silbato y de nuevo “tata... tata... tata...”, silbato. De pronto sus pensamientos se perdieron y un puñado de palabras insistentes se le instaló en la cabeza: tata, pata, rata, ñata, nata, lata, cata, data, mata, gata.

–¡Gata! –gritó Pandolfi–. ¡Gata!

Y esas cuatro letras le hicieron recordar la noche del robo:

Estaba tomando mate cuando pensó que tenía que buscar la caja para guardar el tren al día siguiente. Cuando lo vio, decidió encenderle las luces. Sería su última noche allí. Soltó el mate. Una sombra oscureció la calle y vio correr a una gata. Se acercó al tren, le sacó un poco de polvo y le encendió las luces.

Después volvió a su casa. Apenas la esposa de Pandolfi le abrió la puerta, ambos supieron que nadie había logrado encontrar siquiera una pista.

–¿Dónde estuviste? –preguntó ella.

–Fui a visitar a Rodolfo, el que fabrica los trenes. Me regañó porque el tren tenía las luces encendidas.

Pandolfi se levantó de golpe. Estaba seguro de que había encendido las luces del tren justo antes de irse a descansar. ¿Cómo lo había sabido Rodolfo?

–Ya sé dónde está el tren, aunque todavía no sé por qué.

Era tarde cuando tocó el timbre de la casa de Rodolfo.

–¿Por qué me robas los trenes, Rodolfo, amigo mío?

–Por mi deseo incontrolable de mejorar el modelo –respondió Rodolfo sin inmutarse–. Cada vez que vas a venderlo tengo en mi cabeza la maldita idea de que al tren le falta algo. Entro a la juguetería con una llave que una vez te robé, lo traigo y trabajo en él. Por eso cada tren que te he dado es diferente. Te devolveré el dinero y te entregaré el tren. Pero ¿cómo me descubriste?

–Una gata me lo contó –respondió Pandolfi, mientras sentía que por fin llegaba a la estación final.





FIN

Del libro "Dejame ser la negra María y otros cuentos", Ediciones Abran Cancha




 

viernes, 18 de septiembre de 2020

CUENTO: MIRAR LA LUNA, de ADELA BASCH


Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba temporariamente.

La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente despejado y me pareció un océano lleno de misterios.

De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié cuidadosamente, me los volví a poner... nada.

Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún lado. Ni siquiera opacaba por su presencia.

Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí esperar.


Esperé con ganas. Esperé con impaciencia. Esperé con curiosidad. Esperé con ansias. Esperé con entusiasmo. Esperé y esperé. Cuando terminé de esperar miré al cielo, y nada.

Cuando pude sobreponerme a mi decepción, me serví un café. Lo bebí lentamente. Cuando lo terminé de tomar la luna seguía sin aparecer. Me serví otro café. Cuando lo terminé de tomar ya había tomado dos cafés. Pero de la luna, ni noticias. Después del décimo café la luna no había aparecido y a mí se me había terminado el café. Paciencia por suerte todavía tenía.

Consulté las tablas astronómicas que siempre llevaba en la mochila. Eclipse no había. Pero de la luna, ni rastros. Volví a tomar el telescopio. Enfoqué bien, en distintas direcciones.

El cielo nocturno era maravilloso y, como tantas otras veces, me sorprendió mucho encontrar algo que no esperaba ver. Mucho menos en ese momento y en ese lugar. Ahí a lo lejos, entre tantas galaxias con tantas estrellas y tantos cuerpos desconocidos que se movían en el espacio había un pequeño planeta con un cartelito que decía "Tierra". Le di mayor potencia al telescopio y pude ver claramente que en la terraza de mi casa todavía estaba colgada la ropa que me había sacado antes de ponerme el traje de astronauta. Adentro, en el comedor, mi esposo y los chicos comían ravioles con tuco y miraban un noticiero por televisión. En ese momento justo estaban mostrando una foto mía y el Servicio de Investigaciones Espaciales informaba que yo había alunizado sin dificultades.

Me tranquilicé y me quedé afuera, disfrutando serenamente de la noche, mirando todo con la boca abierta, absorta en vaya a saber qué, tan distraída como siempre, totalmente en la luna.



FIN ✿◕‿◕✿

Visto y leído en: Revista imaginaria

jueves, 17 de septiembre de 2020

CUENTO: EL EXTRAÑO CASO DEL AMIGO INVISIBLE, de ADELA Basch

 
 
 
Una vez, en un mes de noviembre, cuando faltaba poco para que terminaran las clases, se vio salir de cierta escuela a un chico y una chica tomados de la mano.

Cualquiera diría que eso no tiene nada de particular. Y lo más probable es que realmente no lo tenga.

Sin embargo, en este caso la situación mencionada se mezcla con confusos y enigmáticos sucesos, que hasta el día de hoy no han podido aclararse por completo.

Pero, antes de seguir adelante, repasemos un poco los acontecimientos.
Pocos días antes de que el chico y la chica de que hablábamos salieran de la escuela tomados de la mano, una silueta misteriosa, de manos invisibles y uñas un tanto mordisqueadas, había dejado caer una carta sobre el pupitre de Viviana.

La carta, una vez fuera del sobre y desplegada ante los ojos sedientos de Viviana, decía así:

Viviana:
Mirá, realmente no puedo entender que después de tanto tiempo no hayas logrado develar mi identidad. Bueno, esta vez las pistas que te doy tienen que resultar infalibles. Acordate de que dos son falsas y sólo una es verdadera. Aquí están:
Vivo en una casa que tiene el sótano en la terraza y la planta baja en el tercer piso.
Nací el 35 de febrero del año 2582.
Estoy enamorado de vos.
Chau,
T.A.I.


Viviana leyó la carta y la volvió a poner dentro del sobre. Por un momento se preguntó si ahí, guardado dentro del sobre blanco, la carta seguiría diciendo lo mismo.
La miró al trasluz.
Sí. Seguía diciendo lo mismo.

Pero el caso se complica. Porque ese mismo día, una figura sigilosa, también de manos invisibles, aunque pequeñas, había aprovechado un descuido de Carlos para deslizar una carta entre las hojas de su cuaderno. La carta, que la mirada de Carlos devoró en un instante, decía así:

Carlos:
Sí, soy yo, una vez más, insisto. No puedo creer que tardes tanto en descubrir mi identidad. Esta vez te voy a dar pistas muy fáciles. Si las estudiás bien, son pan comido. No te olvides de que hay una sola verdadera, las demás son falsas. Son éstas:
Una pista de aterrizaje.
Una autopista.
Quiero a un chico que se llama Carlos.
Hasta pronto,
T.A.I.


Carlos volvió a leer la carta una y otra vez. Después, la releyó una y otra vez. Y durante un largo rato la siguió leyendo una y otra vez. En fin, podríamos decir, sin faltar a la verdad de los hechos, que la leyó un montón de veces.

Pero la historia no termina acá. De ninguna manera.
Porque un tiempo antes, para ser más precisos un día de octubre, de estos en que hasta el más despistado se da cuenta de que es primavera, alguien de manos invisibles había colocado silenciosamente esta carta dentro de la mochila de Viviana:

Viviana:
A ver si de una vez por todas conseguís averiguar quién soy. Para eso, te doy tres pistas. Cuidado. Como siempre dos son falsas y sólo una, verdadera. Aquí van:
No sé leer y por eso no te escribo cartas. Ni soñarlo.
Soy marciano. Nací en Marte y nunca salí de ahí. En Marte viví toda mi vida y en Marte moriré toda mi muerte.
Cuando te veo soy inmensamente feliz.
Chau,
T.A.I.


Y por extraño que sea, por esos mismos días, otras manos, también invisibles, habían aprovechado el barullo de un recreo para colocar esta carta entre los libros de Carlos:

Carlos:
Te doy una nueva oportunidad para que de una buena vez descubras quién soy. No entiendo cómo te cuesta tanto. Bueno, acá tenés tres pistas.
Mucho ojo, dos son verdaderas y una es falsa:
Un helado de pistacho.
Un tapiz visto al revés, mejor dicho, al vesre y con una letra cambiada.
Me encanta la forma en que te reís.
Hasta pronto,
T.A.I.


Todo lo presentado hasta aquí bastaría para configurar un caso verdaderamente digno de atención. Pero hay que agregar que en los meses anteriores sombras de manos invisibles habían dejado un sinfín de misteriosas cartas al alcance de Carlos y Viviana.

Examinemos atentamente una parte de la correspondencia previa a las vacaciones de invierno. Entre muchas otras cartas, hubo una como ésta:

Viviana:
Te escribo con una identidad secreta, pero te voy a ayudar a que descubras quién soy. Para eso, te doy tres pistas, y además te aviso que dos son falsas. Buscá bien la verdadera. Aquí están:
Mi familia está compuesta así: mi madre, mi padre, yo, que soy hijo único, y mis dos hermanos mellizos, uno de quince y otro de seis años.
Mido 17 metros de altura. Me gustás mucho.
Chau,
T.A.I.


Y también una carta como ésta:

Carlos:
Mirá, te lo escribo sin vueltas. No te puedo decir quién soy. Sólo puedo darte algunas pistas para que vos mismo trates de descubrirlo. De las tres pistas que te doy, sólo una es verdadera y dos son falsas. Además, una es para armar y otra es medio invisible. Aquí están:
Un poco de al-pis-te mezclado con un poco de ta-lla-ri-nes.
Un fanático de las papas, ya sean fritas, hervidas o al horno, un verdadero pa...
Cada día me gustás más.
Hasta pronto,
T.A.I.


Hay muchísimas cartas más, pero incluirlas a todas en este libro daría por resultado un volumen de tamaño sumamente excesivo. Nos limitaremos, al menos por ahora, a los ejemplos citados.

Quizá valga la pena mencionar un dato que puede aportar cierta luz a esta cuestión.
Se sabe que ese mismo año, a poco de comenzar las clases, algunos chicos comentaron en sus casas: "Me parece que este año la escuela me va a gustar. La maestra nos enseña jugar al amigo invisible."

También se tiene conocimiento de unos cuantos pormenores más sobre ese chico y esa chica que, según dije al principio, se vio un día salir de la escuela tomados de la mano.

Para no abundar en detalles innecesarios, sólo diré que ya hace como veinte años que se casaron y que vinieron a vivir justo al lado de mi casa. Ahora están de vacaciones, y yo me encargo de regarles las plantas y les recibo la correspondencia.
Ayer mismo recibieron dos cartas. Al cartero no lo vi. Es muy raro, porque apenas sonó el timbre salí a la puerta, y sin embargo, no vi a nadie. Pero dejó dos cartas. En una dice:

Carlos
Y en la otra:
Viviana
Los dos llevan el mismo remitente:
T.A.I.



FIN

 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

CUENTO: EL SURUBÍ Y EL MAR de Adela Basch


Una vez, en un lugar llamado Yacuarebí, se reunieron muchos animales. Uno de ellos dijo así:

–A las palabras se las lleva el viento. ¿Qué les parece si nos encontramos todos los días para contarnos cuentos? Así después el viento se los puede llevar para que anden de lugar en lugar.

El mono fue el que habló así. Y enseguida todos le contestaron:

–¡Sí!

–Yo cuento primero –dijo un tucán que se había puesto un sombrero–. Y todos se sentaron a su alrededor, bastante cerca, para escuchar mejor.


Las palabras empezaron a salir de la boca del tucán, y llegaban a los oídos de todos.

Hubo una vez un surubí que vivía cerca de aquí, en un río llamado Lunces, que como todos los ríos, era de agua dulce.

Un día el surubí fue a visitar a su tío el patí, que vivía bastante lejos y ya se iba poniendo viejo.

Y se enteró de que más allá del Lunces había otro río, muy grande según le dijo su tío.

También supo que ese río tan grande desembocaba en una extensión de agua que le resultaba inimaginable. Se llamaba mar y ocupaba muchísimo, muchísimo lugar. Y además, no era agua dulce como la que él conocía. Era agua salada con olas gigantescas que siempre se movían. Y había muchos peces de distintas formas y colores y barcos que no andaban a remo sino con motores.

El surubí sintió un gran deseo de conocer el mar, algo que para él era totalmente nuevo. Pero apenas se lo comentó a sus amigos, le dijeron que mejor se quitara esa idea de la cabeza, porque nunca iba a poder realizar semejante proeza.

–Nosotros estamos acostumbrados al agua dulce –le dijo la boga–.
No podemos vivir en agua salada. Si te vas al mar, no vas a durar nada.

–El agua salada debe ser horrible –dijo el bagre–. Me parece que es más fea que el vinagre.

–Debe ser cuestión de costumbre –dijo el surubí–. Si es buena para otros peces, ¿por qué no puede serlo para mí?

–Pero nosotros somos peces de agua dulce y siempre vivimos en el Lunces –dijo el dorado–. ¿Creés que es posible habituarse a otro mundo en solo unos segundos?

–Yo tengo un gran deseo de conocer el mar –dijo el surubí–. Debe ser algo muy hermoso, y yo nunca lo vi.

Después, estuvo pensando unos cuantos días. Y finalmente tuvo una idea que le hizo sentir mucha alegría. Le pidió a un marinero que había conocido en la primavera que le llevara toda la sal que pudiera. Se fue a una parte del río donde se había formado un canal, y allí desparramó la sal.

Todos los días iba un rato a las aguas del canal, que ahora eran saladas, se sumergía en ellas y nadaba. Hasta que se acostumbró a estar el día entero, sin que el gusto de la sal le resultara feo.

Entonces sintió que ya estaba preparado. Y un poco un día; y otro poco el siguiente, llegó hasta el mar a nado. Y fue muy feliz de conocer un mundo diferente.





FIN


“El surubí y el mar” de Adela Basch, Editorial Guadal.
© 2004, El Gato de hojalata.