Una vez, en un lugar llamado Yacuarebí, se reunieron muchos animales. Uno de ellos dijo así:
–A las palabras se las lleva el viento. ¿Qué les parece si nos encontramos todos los días para contarnos cuentos? Así después el viento se los puede llevar para que anden de lugar en lugar.
El mono fue el que habló así. Y enseguida todos le contestaron:
–¡Sí!
–Yo cuento primero –dijo un tucán que se había puesto un sombrero–. Y todos se sentaron a su alrededor, bastante cerca, para escuchar mejor.
Las palabras empezaron a salir de la boca del tucán, y llegaban a los oídos de todos.
Hubo una vez un surubí que vivía cerca de aquí, en un río llamado Lunces, que como todos los ríos, era de agua dulce.
Un día el surubí fue a visitar a su tío el patí, que vivía bastante lejos y ya se iba poniendo viejo.
Y se enteró de que más allá del Lunces había otro río, muy grande según le dijo su tío.
También supo que ese río tan grande desembocaba en una extensión de agua que le resultaba inimaginable. Se llamaba mar y ocupaba muchísimo, muchísimo lugar. Y además, no era agua dulce como la que él conocía. Era agua salada con olas gigantescas que siempre se movían. Y había muchos peces de distintas formas y colores y barcos que no andaban a remo sino con motores.
El surubí sintió un gran deseo de conocer el mar, algo que para él era totalmente nuevo. Pero apenas se lo comentó a sus amigos, le dijeron que mejor se quitara esa idea de la cabeza, porque nunca iba a poder realizar semejante proeza.
–Nosotros estamos acostumbrados al agua dulce –le dijo la boga–.
No podemos vivir en agua salada. Si te vas al mar, no vas a durar nada.
–El agua salada debe ser horrible –dijo el bagre–. Me parece que es más fea que el vinagre.
–Debe ser cuestión de costumbre –dijo el surubí–. Si es buena para otros peces, ¿por qué no puede serlo para mí?
–Pero nosotros somos peces de agua dulce y siempre vivimos en el Lunces –dijo el dorado–. ¿Creés que es posible habituarse a otro mundo en solo unos segundos?
–Yo tengo un gran deseo de conocer el mar –dijo el surubí–. Debe ser algo muy hermoso, y yo nunca lo vi.
Después, estuvo pensando unos cuantos días. Y finalmente tuvo una idea que le hizo sentir mucha alegría. Le pidió a un marinero que había conocido en la primavera que le llevara toda la sal que pudiera. Se fue a una parte del río donde se había formado un canal, y allí desparramó la sal.
Todos los días iba un rato a las aguas del canal, que ahora eran saladas, se sumergía en ellas y nadaba. Hasta que se acostumbró a estar el día entero, sin que el gusto de la sal le resultara feo.
Entonces sintió que ya estaba preparado. Y un poco un día; y otro poco el siguiente, llegó hasta el mar a nado. Y fue muy feliz de conocer un mundo diferente.
FIN
“El surubí y el mar” de Adela Basch, Editorial Guadal.
© 2004, El Gato de hojalata.
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