Todo negro, todo sucio, todo mezclado y todo feo.
Así era el reino del Caos.
En aquel mundo, el Cielo y la Tierra estaban bien revueltos y mezcladitos.
Como no había luz, no se veía nada.
Y tampoco se podía caminar muy bien, porque las montañas se interponían a cada momento.
Y los arroyos jugueteaban caprichosamente por donde se les ocurría.
Mientras todo era así, o sea mientras el Caos reinaba, nadie estaba cómodo. Y menos la Naturaleza, que era el orden en persona.
Ella, que siempre soñaba cosas lindas, no podía ver nada que estuviera en desorden.
Soñaba que el Sol se levantaba y se acostaba temprano, que los peces se quedaban en el agua haciendo burbujas, y que el aire se ponía bien transparente y fresquito.
¡Pero todo era un sueño!
Y por eso, porque el Caos era desordenado y desprolijo y porque la Naturaleza era ordenada y limpia, siempre estaban peleándose.
–¡Un lugar para cada cosa! ¡Y cada cosa en su lugar! –chillaba la Naturaleza.
–¡Déjame tranquilo! ¡Soy desordenado porque me gusta y no me importa nada de nada! –le contestaba el Caos, gritando.
–¡Cabeza dura!
Pero la Naturaleza estaba cansada, realmente cansada.
– ¡Voy a poner orden en este mundo! –gritó–. ¡Y se acabarán para siempre los líos!
Como sabía que el Caos era muy poderoso y muy fuerte, fue a pedir ayuda a los gigantes, que estaban siempre juntos.
No porque se quisieran demasiado, sino porque así era más cómodo.
Como “gigantes” les parecía una palabra muy vulgar, se hacían llamar Titanes. Y así se sentían más importantes.
La Naturaleza golpeó en la puerta y los gigantes corrieron a abrir.
Cuando vieron que era ella se pusieron muy contentos, contentísimos, porque casi todo el mundo les tenía miedo y nadie los visitaba.
–¡Qué suerte que viniste! –gritaron.
Y salieron los tres en busca del Caos, dispuestos a destronarlo.
Cuando llegaron al reino del Caos, el mal olor, la oscuridad y el alboroto los hicieron tambalear.
Empezaron a trabajar, aprovechando que el Caos estaba dormido.
Los tres empezaron a removerlo todo, y no dejaron de estornudar ni un instante de tanto polvo que levantaron y de tantas cosas que iban cambiando de un lugar a otro.
Enchufaron el Sol, que bien instalado dio muchísima luz durante el día.
Colgaron las estrellas y la Luna, para que se diviertan iluminando la noche, que es tan negra.
–¡Queda mucho más lindo que en mis sueños! –suspiraba la Naturaleza, pasando el plumero por el mundo, limpito ya y ordenado.
Terminaron a tiempo. Pues, cuando acababan de encender la última estrellita en lo más alto del Cielo, un enorme bostezo los sobresaltó.
Era el Caos, que se despertaba.
Abrió un ojo y lo cerró, porque no pudo creer lo que veía.
Para convencerse, tuvo que abrir los dos.
¡El espectáculo era tan sorprendente!
En lo alto del Cielo, como un verdadero rey, estaba el Sol.
El mar era azul, y toda el agua de los ríos se volcaba en él.
El aire estaba por todas partes, refrescando las plantas, que crecían lozanas. Los pajaritos cantaban y una nube de mariposas se puso a dar vueltas alrededor de la cabeza del Caos, que abría la boca de puro asombro.
–¿Qué significa esto? –consiguió rugir finalmente.
–¡Significa que las cosas son como deben ser! –dijo la
Naturaleza, tomando la palabra.
–¡El mundo está muy feo! –gritó el Caos–. ¡No hay viento mezclado con lluvia y fuego, ni oscuridad mezclada con luz, ni ruido, ni alboroto por ninguna parte!
–¡Eso es lo feo! –le replicó la Naturaleza–. ¡El mundo está ordenado ahora y eso significa que has sido vencido!
El Caos no tuvo más remedio que aceptar su derrota.
Pidió la jubilación enseguida, pero aún la está tramitando. Y mientras la espera, duerme en el fondo de un volcán apagado.
Sin que ya casi nadie se acuerde de él.
La Naturaleza y los Titanes siguieron perfeccionando su obra.
Mientras aquella se dedicaba a retocar los últimos detalles, a Epimeteo se le ocurrió dar a cada animal una virtud diferente.
Y Prometeo, por su parte, decidió dar una sorpresa a sus amigos y compañeros de trabajo. Una gran sorpresa.
Los animales formaban fila delante de Epimeteo.
Desde el inmenso elefante hasta el pequeño ciempiés, todos estaban allí. Y Epimeteo les daba a cada uno un regalito.
Al tigre la fiereza, que le quedaba muy bien, con su piel a rayas amarillas y negras.
A la araña la paciencia, para tejer aquella tela suya, tan fina y delicada.
Al picaflor la belleza, para que todos lo miraran y pensaran que era como una flor que vuela.
Al ciempiés la constancia, para que se acostumbrara a pasear con todas, todas sus patitas, que eran tantísimas.
Al elefante le otorgó las grandes orejas, para que se abanicara, porque tenía que vivir en regiones calurosas.
Al canguro una bolsita, donde acunar a sus hijitos.
Al perro fidelidad.
Al gato elasticidad.
Al murciélago alitas de paraguas.
Para todos, absolutamente para todos, un regalo particular.
Y cuando se le habían terminado los regalos, llegó Prometeo con la sorpresa.
¡Pero qué sorpresa!
Porque había inventado algo genial: ¡EL HOMBRE!
No se parecía a ningún animal conocido. ¡No tenía cuatro patas, ni piel cubierta de pelos, ni colmillos feroces!
Pero tenía, en cambio, la cabeza alta y dos ojos luminosos para mirar a lo lejos y a lo alto, para mirar al Cielo.
Y una enorme inteligencia, que lo hacía más fuerte que cualquier animal que hubiera en el mundo.
Y todos celebraron el invento y aplaudieron al inventor.
Pero la que más contenta se puso con la sorpresa de Prometeo fue la Naturaleza, porque desde aquel mismo día el Hombre colaboró con ella para que el Caos no volviera a molestar nunca más.
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