Joaquín Pandolfi se conmocionó al notar que, una vez más, lo mejor de su juguetería se había esfumado.
Una cascada de pensamientos le cruzó la mente. “¿Cómo puede ser que cada vez que algún cliente quiere el tren eléctrico, el orgullo de mi juguetería, y me deja una seña para retirarlo al día siguiente, el tren desaparece como por arte de magia? Si esto sigue así, mi economía se va a descarrilar. Alguien quiere ponerle barreras a mi negocio. Y yo no me quiero quedar en la vía.”
Pandolfi, el juguetero, tenía alma de niño. Y por eso su mente avanzaba más rápido que la de la mayoría de las personas. Cuando pensaba, era una locomotora a mil kilómetros por hora. “Primero voy a tener que investigar a los clientes anteriores, y después, al nuevo. Quizás les pareció demasiado caro y quisieron viajar en tren sin pasar por la boletería. Es la quinta vez que pasa lo mismo. Aunque, después, el modelo que traía el fabricante era todavía mejor.
Pero ¿cómo es que el tren desaparece? Ni que fuera el tren fantasma... O tal vez el tren bala. El tren bala... va a la... ¡Eso quisiera saber yo, adónde va ese tren cada vez que alguien me lo quiere comprar!”.
El hombre tenía el alma de un niño pero la experiencia de un adulto consustanciado con la vida de cada personaje de su entretenimiento favorito: la lectura de cuentos y novelas policiales. Sherlock Holmes era para él un amigo de toda la vida. Antes de decidir qué hacer, se sentó en una mecedora, cerró los ojos y trató de pensar. Pero a su mente solo acudían palabras aparentemente deshilvanas, inconexas: entren, trenzas, entrenar, estreno, arrastren, centren, Trenque Lauquen, adentren, filtren...
Se puso de pie de un salto y llamó a su esposa y a un amigo, bien dispuesto pero bastante vago, o mejor dicho, vagón, para que lo ayudaran a resolver el enigma.
Cada uno salió a investigar a los que se habían presentado hasta la fecha como posibles compradores. Pandolfi llevaba un minucioso registro de todos los movimientos de su negocio.
Su esposa llegó a la casa de uno de los clientes disfrazada de encuestadora. Supo cómo hacer para que en tres segundos la invitaran a pasar y la convidaran con té con leche. Miró por todas partes y no vio ningún tren.
Su amigo logró entrar a otra de las casas haciéndose pasar por vendedor de Biblias. Lo atendieron con cortesía y no pudo evitar vender una Biblia con reproducciones de famosos pintores, de la que había deseado no desprenderse nunca. Gracias a su cortesía, se hizo amigo de la familia. Miró por todos lados, habló con los adultos y con los chicos, escuchó pacientemente la descripción de cuanto juguete había en la casa. Lo invitaron a comer un asado el domingo siguiente. Pero de trenes... nada.
Pandolfi mismo se puso en tren de investigar. Ahora le tocaba el turno a Rodolfo, el hombre que fabricaba los trenes. Fue a verlo, lo puso al tanto de lo ocurrido y le hizo saber su preocupación.
–Ya los niños no quieren jugar –le dijo con tristeza–. Si el juguete no es electrónico, no les parece atractivo. Y la verdad es que las ventas no marchan sobre rieles.
El inventor de trenes lo miró con cierta pena y le dijo:
–Deberías tener más cuidado. El tren es muy atractivo, sobre todo cuando tiene las luces encendidas, y vos sabés cómo es la gente. Si tuviera algún tren, te lo daría aunque no pudieras pagármelo por un tiempo, pero en este momento no tengo.
Pandolfi salió a la calle con la cabeza pesada como un furgón de carga. No podía dejar de pensar en el tren. Lo evocó recorriendo el circuito con su sonido característico: “tata... tata... tata...”, silbato y de nuevo “tata... tata... tata...”, silbato. De pronto sus pensamientos se perdieron y un puñado de palabras insistentes se le instaló en la cabeza: tata, pata, rata, ñata, nata, lata, cata, data, mata, gata.
–¡Gata! –gritó Pandolfi–. ¡Gata!
Y esas cuatro letras le hicieron recordar la noche del robo:
Estaba tomando mate cuando pensó que tenía que buscar la caja para guardar el tren al día siguiente. Cuando lo vio, decidió encenderle las luces. Sería su última noche allí. Soltó el mate. Una sombra oscureció la calle y vio correr a una gata. Se acercó al tren, le sacó un poco de polvo y le encendió las luces.
Después volvió a su casa. Apenas la esposa de Pandolfi le abrió la puerta, ambos supieron que nadie había logrado encontrar siquiera una pista.
–¿Dónde estuviste? –preguntó ella.
–Fui a visitar a Rodolfo, el que fabrica los trenes. Me regañó porque el tren tenía las luces encendidas.
Pandolfi se levantó de golpe. Estaba seguro de que había encendido las luces del tren justo antes de irse a descansar. ¿Cómo lo había sabido Rodolfo?
–Ya sé dónde está el tren, aunque todavía no sé por qué.
Era tarde cuando tocó el timbre de la casa de Rodolfo.
–¿Por qué me robas los trenes, Rodolfo, amigo mío?
–Por mi deseo incontrolable de mejorar el modelo –respondió Rodolfo sin inmutarse–. Cada vez que vas a venderlo tengo en mi cabeza la maldita idea de que al tren le falta algo. Entro a la juguetería con una llave que una vez te robé, lo traigo y trabajo en él. Por eso cada tren que te he dado es diferente. Te devolveré el dinero y te entregaré el tren. Pero ¿cómo me descubriste?
–Una gata me lo contó –respondió Pandolfi, mientras sentía que por fin llegaba a la estación final.
FIN
Del libro "Dejame ser la negra María y otros cuentos", Ediciones Abran Cancha
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