Hubo una vez una reina y un rey a los que la gente quería mucho.
Y también era mucho lo que la gente sufría al ver que la reina y el rey deseaban tener hijos y no podían.
Hasta que finalmente un día ocurrió lo que todo el reino esperaba. La noticia corrió de boca en boca y de corazón a corazón. ¡Acababa de nacer una pequeña princesa!
Y para celebrarlo hubo en el reino de nuestro cuento una gran fiesta. La reina y el rey, que estaban contentísimos con el nacimiento de su hija, invitaron a todos sus amigos del reino y de los países vecinos.
También invitaron a todas las hadas que conocían, que eran siete, para que fueran las madrinas de la recién nacida. Porque en esos tiempos las hadas acostumbraban dar un don a cada niña y a cada niño que nacían. Es muy posible que eso siga ocurriendo hasta el día de hoy, aunque haya muchas personas que dejaron de creer en la existencia de las hadas.
Pero la reina y el rey, tan entusiasmados que estaban con su princesita y con la fiesta, cometieron un grave error. Gravísimo. Un error terrible. Espantoso. Un error que todos lamentarían mucho con lamentaciones tremendas. Bueno, en realidad lo que cometieron no fue un error. Fue un olvido. Y ellos no tuvieron la culpa.
Esto fue lo que pasó: cuando los músicos comenzaban a llenar los salones del palacio de sonidos maravillosos y los platos se llenaban de manjares sabrosísimos y los vasos se llenaban de bebidas deliciosas y todas las caras se llenaban de sonrisas alegres, entró un hada llena de maldad y el aire se llenó de sus feroces gritos.
—¿Se puede saber por qué a mí no me invitaron?
Por un momento todos se quedaron sorprendidos y paralizados al oír esas palabras. Por fin la reina reaccionó y, horrorizada ante la inesperada visitante, respondió:
—Porque durante los últimos treinta años no hay nadie que se haya encontrado con usted, ni que la haya visto ni que tuviera noticias suyas.
—Y, además, porque todos creíamos que se había mudado o ido de viaje por el mundo. Nadie sabía que estaba acá —agregó el rey.
—¡Yo tengo derecho a estar en esta fiesta aunque no me hayan invitado!
—Yo no sé si usted tiene derecho o tiene torcido, pero, por favor, dígame cómo quería que la invitáramos si no sabíamos dónde estaba —exclamó la reina con indignación.
—¡Eso no es asunto mío! ¡Ustedes no me invitaron y se terminó! Y ahora, si me permiten, creo que en esta fiesta hay músicos demasiado buenos y manjares demasiado exquisitos para que sigamos discutiendo. Sugiero que disfrutemos de este momento —dijo el hada malvada y se abalanzó sobre los platos de comida y las jarras de bebida y durante un largo rato se dedicó solo a llenarse el estómago.
Justo cuando empezaba a sentir que ya no le cabía ni una miga de pan, vio que todas las otras hadas se acercaban a la cuna donde sonreía la pequeña princesa y comenzaban a darle sus dones. Entonces, ella se ubicó en el último lugar.
Una tras otra, las hadas le fueron diciendo frases muy agradables como: “Serás muy inteligente”, “Tendrás muchísimos amigos y amigas”, “Tendrás fuerza de voluntad para lograr lo que te propongas”, “Tu corazón estará colmado de bondad”, “La felicidad te acompañará toda la vida”. Hasta que llegó el turno del hada malvada. Y esto fue lo que dijo:
—Cuando la princesa esté creciendo y vaya camino de dejar de ser adolescente para convertirse en mujer, se pinchará con una aguja de coser y morirá.
Después, largó unas grandes risotadas y se fue, mientras todos volvían a quedar sorprendidos y paralizados por el temor. Bueno, en realidad no todos. Porque la pequeña princesa, que por cierto era muy bella, como lo son todos los bebés, se irguió en su cuna. Y aunque era casi una recién nacida, rugió con todas sus fuerzas, que eran muy grandes: “Grrrrr grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr”.
Nuevamente, todos se sorprendieron y se paralizaron. No, todos no. Hubo un hada petisa y regordeta que desde el fondo del salón dijo tímidamente:
—Disculpen, pero una de mis habilidades mágicas es saber interpretar rugidos. Pero no sé si voy a poder repetir lo que acaba de decir la niña...
—¡Por favor, señora hada, traduzca las palabras de nuestra hija! —le rogaron el rey y la reina.
—Ehhh... bueno... Acaba de decir ni más ni menos lo siguiente: “¿Pero quién te creés que sos?”.
La niña siguió rugiendo, y el hada siguió traduciendo para el resto de los presentes.
—Grgrgrgrgrrrrrrrrrrrrrrr grgr gggrrrgrr gr.
—Ahora la princesa dice: “Escuchen bien todos. Por un tiempo no hay nada que temer. Van a pasar unos cuantos años hasta que yo esté en camino de dejar de ser adolescente. Por ahora soy solamente un bebé. Así que tranquilícense, disfruten de esta maravillosa fiesta y vivan en paz”.
Aunque toda la gente, incluidos la reina y el rey, estaban un poco confundidos por el idioma en el que hablaba la niña y también un poco mareados por las traducciones del hada, lograron serenarse y la fiesta continuó.
Y hasta que aprendió a hablar como lo hace cualquier chica o chico, la princesa continuó comunicándose en el idioma de los rugidos, sobre todo cada vez que pasaba cerca de alguien que estuviera cosiendo o cuando veía una aguja. Pero, lamentablemente, nadie entendía lo que decía porque el hada que sabía comprender qué significaba “grrr” y qué cosa “grgrgrggrg” no había aceptado vivir en el palacio ya que tenía otras muchas obligaciones mágicas que cumplir por el mundo.
Lo curioso fue que los rugidos nunca abandonaron a la princesa. Aprendió a hablar, sí, pero lo hacía en un volumen tan alto pero tan alto que sus palabras seguían sonando como rugidos furiosos. Fuera de eso, su vida de niña fue muy parecida a la de los otros niños que vivían en el mismo reino. Y lo mismo sucedió con los primeros años de su adolescencia.
Pero un día, cuando esta etapa de su vida iba llegando a su fin y todos parecían haber olvidado la amenaza del hada malvada, la princesa gritó:
—¡Quiero que ya mismo venga alguien que sepa mucho de ciencias y de inventos y que tenga una gran sabiduría!
Como su rugido había sido tan fuerte, se había escuchado en todo el reino y también en los países vecinos. Por eso inmediatamente se presentó una mujer con aspecto de científica, de sabia y de inventora.
En cuanto la princesa la vio, percibió que la mujer era exactamente lo que parecía ser.
—Por favor —exclamó con un rugido que a pesar de ser un rugido era amable y cortés—, necesito una vacuna contra pinchaduras de aguja.
—Pero… eso es algo que no existe, querida princesa.
—Ya lo sé. Si existiera, no la habría llamado. Pero hay muchas cosas que no existen hasta que alguien las inventa.
—Está bien, querida, ya entendí —dijo la mujer con aspecto de científica, de sabia y de inventora, que tenía una mente más rápida que un relámpago. Y después de despedirse, se marchó.
Una semana después, la mujer volvió al palacio. Traía un frasco en la mano y se dirigió a la princesa:
—Bébete todo el contenido antes del almuerzo. Es una vacuna contra pinchaduras de aguja. De aquí en adelante ninguna pinchadura podrá hacerte daño.
La princesa le agradeció y le dio un abrazo. La reina y el rey la saludaron con una reverencia y le aseguraron que recibiría una merecida recompensa.
Todo el reino suspiró aliviado y la gente se fue olvidando del hada malvada. Incluso la princesa, para demostrar la efectividad de la vacuna, dedicó todas sus tardes a la costura y al bordado. Se pinchó una y mil veces sin sufrir ninguna maldición, salvo algunos dolores que la joven acompañaba con rugidos atronadores.
Un tiempo después llegó al reino un joven que enseguida llamó la atención de todos. Recorría las calles preguntando en voz alta: “¿Dónde está?, ¿dónde está?, ¿dónde está?”. Como nadie sabía qué estaba buscando, nadie le respondía y se pasó varios días caminando de un lado a otro y preguntando lo mismo.
Hasta que llegó al palacio, entró a los jardines y encontró a una muchacha a la que, por supuesto, preguntó:
—¿Dónde está?
—¿Dónde está quién? —preguntó a su vez la muchacha, que no era otra que la princesa.
—Soy un príncipe y se supone que vengo a despertar a una bella princesa que parece muerta desde hace años pero que va a revivir con mi beso.
—Ah, soy yo —dijo la princesa.
—Pero se supone que un hada malvada te hechizó y te pinchaste con una aguja y te quedaste como muerta y todo el mundo está esperando que yo llegue para despertarte de un sueño de años.
Entonces la princesa soltó un rugido tan poderoso que no solo atravesó los oídos del príncipe sino los de todos los habitantes del reino y de varios países vecinos.
—¿Vos te creés que iba a esperarte sentada? ¿Y si no venías? ¿Y si te perdías? ¿Y si te morías antes de encontrarme? Yo no iba a dejar que mi vida dependiera de algo tan incierto.
—Bueno, esteeee, pero... —dijo él, intentando armar una frase sensata.
—Además, yo coso, bordo, hilvano y tejo. Me pincho cuando quiero y no me muero ni un poco. También duermo siestas y me despierto cuando se me da la gana.
—¿Y ahora qué hago? —murmuró el príncipe con un hilo de voz—. Yo tenía una misión para cumplir.
—¿Qué ibas a hacer para salvarme? —preguntó la princesa con una sonrisa.
—Te iba a dar un beso que te haría revivir.
—Entonces, en realidad, esa era tu misión: darme un beso. ¿Y por qué no me lo das ahora?
—¡Qué buena idea! —respondió el joven mientras la princesa y él se acercaban cada vez más.
El final de este cuento no necesita mucho más. A nadie le resultará muy difícil imaginar que al poco tiempo se celebró un casamiento. Del hada malvada nunca se volvió a saber, pero eso no tiene la menor importancia.
FIN
LA BELLA RUGIENTE
Autoras: BASCH, ADELA / MURZI, LUCIANA
Ilustración: AIMAR, GUSTAVO
Editorial: LONGSELLER
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