jueves, 13 de agosto de 2020

Cuento: La familia Delasoga, de Graciela Montes. 


La familia Delasoga era muy unida. O, por lo menos muy atada.

Juan Delasoga y María Delasoga se habían atado un día de primavera con una soguita blanca, larga, flexible, elástica y resistente. Y desde ese día no se habían vuelto a separar.

Lo mismo había pasado con Juancho y con Marita, los hijos de Juan y María. En cuanto nacieron, los ataron. Con toda suavidad, pero con nudos.

No es tan difícil de entender si uno lo piensa.

Marita, por ejemplo, estaba atada a su mamá, a su papá y a su hermano: en total, tres soguitas blancas anudadas a la cintura.

Y lo mismo pasaba con Juancho. Y con Juan. Y con María.



Claro que no era fácil acomodar tanta soga; había peligro de galletas, de sacudidas, de tropezones. Pero con el tiempo se habían acostumbrado a moverse siempre con prudencia y a no alejarse nunca demasiado.

Por ejemplo, cuando se sentaban a la mesa era más o menos así



Y cuando se acostaban a dormir.

Y cuando salín a pasear los domingos por la mañana.

Los Delasoga eran expertos en ataduras. La soga con que se ataban no era una soga así nomás, de morondanga; era una espléndida soga, elástica y extensible.

Así que cuando Juancho y Marita iban a la escuela, que quedaba a la vuelta, María podía quedarse en su casa haciendo la comida, casi como si tal cosa, salvo que la cintura le molestaba un poco porque la soguita estaba tensa…y tiraba.

Lo mismo pasaba cuando Juan iba al taller que, por suerte, quedaba al lado. A la hora de la leche no era raro ver a María, a Marita y a Juancho mirando la televisión mientras tres sogas los tironeaban un poco hacia la calle, porque el papá todavía no había vuelto.

De un modo o de otro, los Delasoga se las arreglaban.

Aunque, claro, había cosas que no podía hacer. Por ejemplo: Juancho nunca había podido salir a dar una vuelta a la manzana con sus patines.

Y eso era bastante grave porque Juancho tenía un par de patines relucientes con rueditas amarillas.



Pero ¿qué soga podía aguantar una vuelta a la manzana en dos patines?

A María le hubiese gustado visitar a su amiga Encarnación, la de Barracas. Pero ¡qué esperanza! No se había inventado todavía una soga tan resistente. Eso a María le daba un poco de pena porque era lindo charlar con Encarnación de tantas cosas.



Y Juan también. A Juan le hubiera encantado ir a la cancha a cantar a lo loco un gol de Ferro. Pero no; no podía: la soga no daba para tanto. Y eso a Juan, muy en secreto le daba un poco de rabia.

Y Marita, por no ser menos, también tenía sus ganas: ganas de pasear solita hasta el quiosco. Sola, no, ahí estaban las sogas, las tres soguitas blancas, flexibles y resistentes.

Y así siempre. Por años. Cuando una soga se ponía vieja, deshilachada y roñosa, la cambiaban por otra nueva, blanca y flamante.




Los Delasoga ya habían gastado más de quince rollos de soga de la buena, y habrían gastado muchísimos rollos más de no haber sido por la tijera brillante.



Bueno, en realidad la tijera brillante siempre había estado allí, en el costurero, hundida entre botones y carreteles. Pero nunca había brillado tanto como esa tarde. En una de esas porque era una tarde de sol brillante como una tijera.

Los Delasoga estaban, como siempre, atados.

María cosía un pantalón gris y aburrido.

Marita miraba cómo María cosía.




Juancho miraba cómo miraba Marita a María que cosía.

Juan miraba a Juancho mirar a Marita, que miraba a María, que cosía.

Y la tijera brillaba.

Cada tanto María la agarraba y —tris tras— cortaba la tela.

Y, mientras cosía, miraba las soguitas enruladas en montoncitos blancos sobre el piso.



En realidad María nunca había pensado mucho en las sogas. Ahora, de pronto, las miraba mejor, las miraba fijo, y se daba cuenta de que les tenía rabia.

Entonces sucedió, por fin, lo que tenía que suceder de una vez por todas.
María agarró la tijera y —tris tras— no cortó el pantalón gris; cortó la soga. Una soga cualquiera, la que tenía más cerca. Y después otra soga. La tercera y la cuarta las cortó Juan. Y Marita y Juancho cortaron una cada uno.




Las soguitas cortadas se cayeron al piso y se quedaron quietas.



¡Pobrecitos Delasoga! No estaban acostumbrados a vivir desatados. Al principio se asustaron muchísimo y casi casi salen corriendo a comprar otro rollo.

Pero después Juan dijo en voz baja:

—Casi casi…me iría a la cancha de Ferro, que hoy juega con River.

Y María dijo en voz alta:

—Casi casi…me iría a visitar a Encarnación, la de Barracas.

Y Juancho corrió a buscar los patines de las ruedas amarillas.

Y Marita dijo chau y se fue al quiosco del andén a elegirse dos revistas.



Esta vez los cuatro Delasoga pasaron cuatro tardes, todas distintas.

Se volvieron a encontrar a la nochecita. Estaban cansados, porque no era fácil andar solos y para cualquier lado.

Juan y María se abrazaron muy fuerte y se contaron cosas.

Juancho contó, mientras se desataba los patines, que en el barrio tenía un amigo que se llamaba Bartolo.

Marita contó que, junto al quiosco del andén, siempre había campanillas azules y geranios rojos.

De la soga no hablaron más. ¿Para qué iba a hablar de sogas una gente tan unida?


FIN



La familia Delasoga
(Serie celeste)
 Graciela MontesGraciela MontesMarín (Ilustrador)
Colección: Del Pajarito Remendado
Editorial: Ediciones Colihue
http://www.colihue.com.ar/fichaLibro?bookId=376
Año de edición:1985


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