Cuento: Cada cual se divierte como puede, de Gustavo Roldán
—No, no y no, —decía el sapo mientras iba y venía cruzando el caminito a los saltos— esto sí que no puede ser.
La paloma, la garza blanca, el zorrino, el ñandú y el piojo que vivía en la cabeza del ñandú lo miraban sin saber qué decir. ¡Hacía tanto rato que el sapo se paseaba cada vez más enojado!
Al final, el piojo se animó. Total, por más enojado que estuviera el sapo, él estaba a salvo.
—Bueno, bueno, don sapo, ya es hora de que nos cuente algo. Para eso somos amigos.
—Cuente, cuente —pidió la paloma.
—Claro —dijo la garza blanca—, el pueblo quiere saber de qué se trata.
—Cuente, cuente —insistió el piojo.
El sapo se quedó quieto. Los miró de arriba para abajo y de abajo para arriba. Pero siguió callado y más quieto todavía.
—¡Vamos, don sapo, díganos algo! —volvió a insistir el piojo.
—Bueno, —contestó al fin el sapo—, pero si prometen no reírse.
—Ni locos, don sapo. Cómo nos vamos a reír si estamos todos preocupados esperando que nos cuente algo.
—Bueno, pero es que ahí es donde está el problema: no se me ocurre ninguna cosa.
—¿Ni una mentirita, don sapo?
—Nada m’hijo, no se me ocurre nada, y eso que estoy desde tempranito déle pensar y pensar. Y debe ser algo grave, es la primera vez en mi vida que no me sale ninguna mentira.
—¿Ni siquiera una chiquitita?
—Ni una mentira para hormigas me sale.
—Y dígame, don sapo —insistió el piojo—, ¿no se acordará de alguna peleíta con una docena de víboras?
Los ojos del sapo se pusieron chiquitos, como para que no se escapen las ideas que se le empezaban a ocurrir.
—Claro que, si usted nunca peleó con una docena de víboras en una siesta de verano… —dijo el piojo mirando para otro lado.
—Una docena de víboras… Una docena de víboras en una siesta de verano… ¿Le parece que así es la historia, m’hijo?
—Seguro —dijo el piojo—, seguro que ésa fue una pelea formidable.
—¿Y todas venenosas, no? —dijo el sapo comenzando a entusiasmarse.
—Claro, muy venenosas, y enojadas y hambrientas y con unas ganas bárbaras de pelear.
—Eso, eso —dijo el sapo—, así me parece que era.
—Seguro, don sapo, y ésa sí que tuvo que ser una buena pelea.
Los ojos de la paloma, la garza blanca, el zorrino, el coatí y el ñandú se abrieron como los ojos de un chancho.
—¡Don sapo! —gritó con admiración la garza blanca—. ¡No me diga que usted peleó con una docena de víboras!
El sapo puso cara de no darle mucha importancia al asunto.
—Para ser exactos, no, no era una docena. Es una forma de decir nomás.
—Ah, ya me parecía que eran muchas.
—¿Muchas? No m’hija, muchas no, porque en realidad eran catorce.
—¿Catorce víboras?
—Sí, y sin contar otras tres que estaban un poco flacas.
—¿Diecisiete víboras, entonces? ¡No lo puedo creer!
—Y no me crea, m’hija.
—Ah, ya me parecía que eran demasiadas.
—No me crea que eran diecisiete porque ésas eran solo las venenosas: las yararás, las corales y las cascabeles. Pero había otras diez que eran culebras.
—¡Veintisiete víboras! ¡Qué barbaridad!
—Don sapo, —dijo el piojo saltando de contento—, ¡eso era una viboridad!
—¿Y usted les peleó a todas juntas? —preguntó el coatí.
—Y bueno, se hace lo que se puede.
—¿Qué pensó cuando se vio rodeado de tanta víboras? —preguntó el coatí.
—Ni tiempo a pensar me dieron. Atacaron de un lado y del otro, todas al mismo tiempo.
—¡Qué susto, don sapo! ¡Qué susto se habrá pegado!
—Se habrán pegado, dirá, porque dicen que las víboras atacan cuando se asustan. Y por la forma en que me atacaron tenían un susto de la gran siete.
—¿Y qué pasó, don sapo? ¿Qué hizo usted?
—Las dejé venir nomás.
—¡Qué valiente, don sapo!
—¿Valiente yo? No crea, m’hijo, valientes eran las víboras.
—¡Pero, don sapo, si eran un montón!
—Igualito, m’hijo. Aunque sea de a montones, hay que ser muy valiente para atacar a un sapo.
El piojo no daba más de contento y saltaba de un lado para otro picándolo al ñandú.
—¿Y qué pasó, don sapo? ¿Qué pasó después? ¿Usted se escapó?
—¡Ya sé, ya sé —dijo la paloma—, se les escapó por entre las patas.
—Eso mismo pensé yo, pero cuando ya me iba a escapar por entre las patas, zás, me acordé que las víboras no tienen patas. Y ahí se armó la gorda…
—¡Qué bárbaro! ¡Se armó el lío! —dijo el zorrino.
—No, se armó la gorda.
—Eso dije, don sapo. Es lo mismo.
—Es que aquí la que se armó era la gorda, una víbora gorda. Se armó de valor y atacó. Y ahí se me ocurrió la idea. Pegué un manotazo para aquí, un manotazo para allá, y manotazo va, manotazo viene, fui haciendo un trabajo muy prolijo.
—¿Y qué hizo, don sapo? —dijo el piojo entusiasmado picándolo de nuevo al ñandú.
—Las fui poniendo en fila una tras otra, mordiéndose la cola. Y ahí fue como inventé el lazo, un invento muy útil, como todos saben.
—¡Qué trabajo lindo, don sapo! ¡Le salió redondito! —dijo el piojo saltando de contento.
—¡Qué quiere que le diga, m’hijo, cada cual se divierte como puede!
FIN
Cada cual se divierte como puede. Buenos Aires,
Ediciones Colihue. Colección Libros del Malabarista.
Un monte donde todos tienen miedo y guardan silencio es un monte triste, pero a lo mejor solo basta unirse para correr a los malos y la vida vuelve de nuevo. Cuentos del monte chaqueño, con sapos mentirosos y osos hormigueros enamorados.
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