A los dragones les gusta
soñar. Les gusta porque sueñan cosas hermosas. Los sueños de los
dragones no son como los otros sueños, un humo que se va. Son sueños que
van tomando forma hasta que se los mira y se los ve de cuerpo entero.
Si un dragón sueña con un árbol enorme, lleno de flores, cuando se despierta encuentra a su lado un lapacho, un ceibo o un jacarandá.
Si sueña con mariposas, apenas abre los ojos ve un mundo de mariposas con alas doradas, con alas azules, con alas de todos los colores revoloteando por el monte.
¿Cómo, si no fuera por los sueños de un dragón, podríamos entender que de repente aparezcan millares de golondrinas en el cielo? ¿Cómo podríamos explicarnos que de un día para otro el campo se llene de flores rojas? ¿Cómo podríamos entender que de la nada salga un arco iris? ¿De dónde aparece un sol radiante en medio de la lluvia?
Solo se explica por el sueño de un dragón.
Y los dragones quedan contentos con sus sueños, porque saben que producen cosas hermosas.
Una vez un dragón tuvo una pesadilla. Soñó con una espantosa serpiente de siete cabezas, horriblemente perversa, que quería destruir el mundo entero.
—¡Odio las flores! —dijo una de las siete bocas.
—¡Odio los pájaros! —dijo otra mostrando los colmillos repletos de veneno.
—¡Odio los monos! —dijo una tercera cabeza.
—¡Los mataremos a todos! —dijo otra.
—¡Los mataremos y los comeremos! —rugió la quinta.
—¡A los monos y a todos los animales del mundo!
—¡Y los comeremos y los comeremos y los comeremos! —dijo la séptima.
Entonces se despertó el dragón y alcanzó a ver las siete cabezas que se perdían a la distancia buscando monos y pájaros y flores y a todos los animales del mundo para matarlos y comerlos.
—¡Qué hice! —se asustó el dragón.
Pero no había tiempo para lamentos, y corrió por el sendero marcado por la serpiente donde no quedaban ni rastros de flores ni de animales. El dragón voló y pasó por arriba de la serpiente y bajó cortándole el camino.
—¡Qué lindo dragón! —dijo una cabeza.
—¡Lo mejor para comenzar a comer! —dijo la segunda.
La tercera no habló. Ya había estirado su cuello con la velocidad de una centella hacia el cuerpo del dragón. Fue un movimiento casi invisible por la rapidez, pero el dragón, que sabía con quién había soñado, ya no estaba en ese lugar.
—¡Así me gusta! —dijo otra cabeza.
—¡Qué bien que pelea!
—¡Así nos podemos divertir!
—¡Sólo matar y comer es aburrido!
—¡Lo mejor es pelear!
—¡Pelear y matar y comer!
Y la serpiente atacó largando mordiscones para un lado y para el otro.
El dragón se las veía negras tratando de golpear con sus poderosas garras alguna de esas cabezas que nunca estaban en el lugar donde llegaba el golpe. Apenas logró en un momento rozar a la serpiente con las garras y sacarle una escama del cuerpo. Apenas una escama que voló y cayó a lo lejos.
Entonces probó con el fuego. Nada en el mundo podía resistir el fuego de un dragón. Dio un paso para atrás, resopló, y largó la llamarada roja más grande que nunca hubiera largado un dragón.
Un fuego espantoso, largo, oscuro, que recorrió todo el espacio donde estaba la serpiente. Ardieron los árboles de alrededor y la tierra despidió un humo espeso, enrojecida por el calor.
El dragón miró el humo que comenzaba a borrarse, buscando los restos de la serpiente, y se distrajo. Cuando se dio cuenta del tremendo salto de la serpiente, ya estaba envuelto en sus poderosos anillos. Las siete cabezas gritaban y reían y giraban enloquecidas.
—¡Dragón estúpido! ¿No sabías que no hay nada que nos guste más que el fuego?
—¡El fuego nos entusiasma como ninguna otra cosa!
El dragón tiraba tremendos golpes, pero las cabezas siempre estaban en otro lugar, y los anillos de la serpiente apretaban cada vez más. Entonces el dragón voló, voló hasta muy arriba, cerca de las estrellas, donde el frío es como el espanto y todo se convierte en un hielo de muerte que sólo aguantan los dragones.
—¡Eso, un poco más alto! Después del fuego no hay nada que nos guste más que el frío —gritaron las siete cabezas.
Entonces el dragón bajó, bajó como una flecha, se zambulló en el medio del río, en esa zona profunda donde no llegan ni los peces. Así ahogaría a la serpiente.
—¡Eso, eso! —gritaron las siete cabezas—. Nada nos gusta más que estar bajo el agua. Pero después queremos otro poco de fuego.
La serpiente seguía enroscada en el dragón.
Siete días y siete noches volaron, lucharon, cayeron, nadaron, subieron, bajaron, siempre como un solo cuerpo. Sin descansar. Al final, en un descuido de la serpiente, el dragón logró escapar de sus anillos. Pero ya no sabía qué hacer.
Había probado todas sus argucias y había usado toda su fuerza de dragón, pero la serpiente parecía invencible.
—¡Nos estamos divirtiendo como nunca! —gritaron las siete cabezas.
—¡Jamás nos había pasado algo tan hermoso! ¡Te queremos, dragón! ¡Que esta pelea no se acabe en mucho tiempo!
—¡Nos aburren las peleas tontas con animales tontos!
—¡Queremos pelear, pelear y pelear!
—¡Ataca de nuevo, dragón! ¡Te estamos esperando!
El dragón retrocedió un poco.
—¡Estás escapando, dragón cobarde!
El dragón pensó en volar, volar muy alto y muy lejos, y olvidarse para siempre de esa serpiente. Pero entonces ella mataría a todos los animales. No había caso. Escapar no servía. Pero si… quizás sí podría servir…
El dragón voló hacia lo alto. Subió y subió, burlándose de la serpiente, mientras las siete cabezas lo llenaban en insultos. Y llegó hasta el lugar más alto, arriba de todas las nubes y las sombras Entonces planeó en círculos. En grandes círculos, dejándose llevar por el viento.
Y allí, mientras planeaba, cerró los ojos y se durmió.
Ya sabía lo que tenía que soñar. Y soñó.
Soñó con pájaros y flores, soñó con ríos crecidos, soñó con el arco iris, y cuando en medio del sueño apareció la serpiente de siete cabezas que peleaba enloquecida de furia, se dio vuelta en el aire para borrar su sueño. Porque los sueños se borran si uno se da vuelta para el otro lado mientras está soñando.
La serpiente se borró. Se borró de golpe, sin dejar ningún rastro de serpiente.
Entonces el dragón abrió los ojos. Estaba cansado, pero voló muy rápido para volver a ver el sitio de su pelea.
El lugar estaba como antes. Como siempre. Estaban los árboles y las flores. Estaban las mariposas y los monos. Y no había rastros de la serpiente. Ningún rastro de la pelea. Apenas una escama que brillaba y no brillaba en el suelo.
Gustavo Roldán. Del libro Dragón, ilustrado por Luis Scafati.
(Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1997/2011)
Si un dragón sueña con un árbol enorme, lleno de flores, cuando se despierta encuentra a su lado un lapacho, un ceibo o un jacarandá.
Si sueña con mariposas, apenas abre los ojos ve un mundo de mariposas con alas doradas, con alas azules, con alas de todos los colores revoloteando por el monte.
¿Cómo, si no fuera por los sueños de un dragón, podríamos entender que de repente aparezcan millares de golondrinas en el cielo? ¿Cómo podríamos explicarnos que de un día para otro el campo se llene de flores rojas? ¿Cómo podríamos entender que de la nada salga un arco iris? ¿De dónde aparece un sol radiante en medio de la lluvia?
Solo se explica por el sueño de un dragón.
Y los dragones quedan contentos con sus sueños, porque saben que producen cosas hermosas.
Una vez un dragón tuvo una pesadilla. Soñó con una espantosa serpiente de siete cabezas, horriblemente perversa, que quería destruir el mundo entero.
—¡Odio las flores! —dijo una de las siete bocas.
—¡Odio los pájaros! —dijo otra mostrando los colmillos repletos de veneno.
—¡Odio los monos! —dijo una tercera cabeza.
—¡Los mataremos a todos! —dijo otra.
—¡Los mataremos y los comeremos! —rugió la quinta.
—¡A los monos y a todos los animales del mundo!
—¡Y los comeremos y los comeremos y los comeremos! —dijo la séptima.
Entonces se despertó el dragón y alcanzó a ver las siete cabezas que se perdían a la distancia buscando monos y pájaros y flores y a todos los animales del mundo para matarlos y comerlos.
—¡Qué hice! —se asustó el dragón.
Pero no había tiempo para lamentos, y corrió por el sendero marcado por la serpiente donde no quedaban ni rastros de flores ni de animales. El dragón voló y pasó por arriba de la serpiente y bajó cortándole el camino.
—¡Qué lindo dragón! —dijo una cabeza.
—¡Lo mejor para comenzar a comer! —dijo la segunda.
La tercera no habló. Ya había estirado su cuello con la velocidad de una centella hacia el cuerpo del dragón. Fue un movimiento casi invisible por la rapidez, pero el dragón, que sabía con quién había soñado, ya no estaba en ese lugar.
—¡Así me gusta! —dijo otra cabeza.
—¡Qué bien que pelea!
—¡Así nos podemos divertir!
—¡Sólo matar y comer es aburrido!
—¡Lo mejor es pelear!
—¡Pelear y matar y comer!
Y la serpiente atacó largando mordiscones para un lado y para el otro.
El dragón se las veía negras tratando de golpear con sus poderosas garras alguna de esas cabezas que nunca estaban en el lugar donde llegaba el golpe. Apenas logró en un momento rozar a la serpiente con las garras y sacarle una escama del cuerpo. Apenas una escama que voló y cayó a lo lejos.
Entonces probó con el fuego. Nada en el mundo podía resistir el fuego de un dragón. Dio un paso para atrás, resopló, y largó la llamarada roja más grande que nunca hubiera largado un dragón.
Un fuego espantoso, largo, oscuro, que recorrió todo el espacio donde estaba la serpiente. Ardieron los árboles de alrededor y la tierra despidió un humo espeso, enrojecida por el calor.
El dragón miró el humo que comenzaba a borrarse, buscando los restos de la serpiente, y se distrajo. Cuando se dio cuenta del tremendo salto de la serpiente, ya estaba envuelto en sus poderosos anillos. Las siete cabezas gritaban y reían y giraban enloquecidas.
—¡Dragón estúpido! ¿No sabías que no hay nada que nos guste más que el fuego?
—¡El fuego nos entusiasma como ninguna otra cosa!
El dragón tiraba tremendos golpes, pero las cabezas siempre estaban en otro lugar, y los anillos de la serpiente apretaban cada vez más. Entonces el dragón voló, voló hasta muy arriba, cerca de las estrellas, donde el frío es como el espanto y todo se convierte en un hielo de muerte que sólo aguantan los dragones.
—¡Eso, un poco más alto! Después del fuego no hay nada que nos guste más que el frío —gritaron las siete cabezas.
Entonces el dragón bajó, bajó como una flecha, se zambulló en el medio del río, en esa zona profunda donde no llegan ni los peces. Así ahogaría a la serpiente.
—¡Eso, eso! —gritaron las siete cabezas—. Nada nos gusta más que estar bajo el agua. Pero después queremos otro poco de fuego.
La serpiente seguía enroscada en el dragón.
Siete días y siete noches volaron, lucharon, cayeron, nadaron, subieron, bajaron, siempre como un solo cuerpo. Sin descansar. Al final, en un descuido de la serpiente, el dragón logró escapar de sus anillos. Pero ya no sabía qué hacer.
Había probado todas sus argucias y había usado toda su fuerza de dragón, pero la serpiente parecía invencible.
—¡Nos estamos divirtiendo como nunca! —gritaron las siete cabezas.
—¡Jamás nos había pasado algo tan hermoso! ¡Te queremos, dragón! ¡Que esta pelea no se acabe en mucho tiempo!
—¡Nos aburren las peleas tontas con animales tontos!
—¡Queremos pelear, pelear y pelear!
—¡Ataca de nuevo, dragón! ¡Te estamos esperando!
El dragón retrocedió un poco.
—¡Estás escapando, dragón cobarde!
El dragón pensó en volar, volar muy alto y muy lejos, y olvidarse para siempre de esa serpiente. Pero entonces ella mataría a todos los animales. No había caso. Escapar no servía. Pero si… quizás sí podría servir…
El dragón voló hacia lo alto. Subió y subió, burlándose de la serpiente, mientras las siete cabezas lo llenaban en insultos. Y llegó hasta el lugar más alto, arriba de todas las nubes y las sombras Entonces planeó en círculos. En grandes círculos, dejándose llevar por el viento.
Y allí, mientras planeaba, cerró los ojos y se durmió.
Ya sabía lo que tenía que soñar. Y soñó.
Soñó con pájaros y flores, soñó con ríos crecidos, soñó con el arco iris, y cuando en medio del sueño apareció la serpiente de siete cabezas que peleaba enloquecida de furia, se dio vuelta en el aire para borrar su sueño. Porque los sueños se borran si uno se da vuelta para el otro lado mientras está soñando.
La serpiente se borró. Se borró de golpe, sin dejar ningún rastro de serpiente.
Entonces el dragón abrió los ojos. Estaba cansado, pero voló muy rápido para volver a ver el sitio de su pelea.
El lugar estaba como antes. Como siempre. Estaban los árboles y las flores. Estaban las mariposas y los monos. Y no había rastros de la serpiente. Ningún rastro de la pelea. Apenas una escama que brillaba y no brillaba en el suelo.
Gustavo Roldán. Del libro Dragón, ilustrado por Luis Scafati.
(Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1997/2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario